lunes, 22 de octubre de 2007

Prólogo

Los 53 artículos de un cronista de la moral

William Amaro Gutiérrez



Prólogo escrito por el periodista José Ángel Ocanto, para el libro El poder de Dios a través de la Prensa, del educador William Amaro Gutiérrez



Provengo de una familia religiosa.
Si alguna inmodestia me permito, cuando cabe, es afirmar que el primer libro que leí, a los seis años, fue la Biblia.
Me estremecían las historias que allí se relataban. Las imágenes sagradas, las parábolas, los lugares referidos, aquellos nombres perdurables. Abraham llamé a uno de mis hijos. El de Sara lo lleva la última de mi descendencia. ¿Cómo contarles y convencerlos de que no exagero si les comento que en una imborrable ocasión pude mojar mis manos en el río Jordán, y que sentía como si estuviera faltándole los respetos a aquellas aguas venerables? Recuerdo que, aún sin saber nada del mundo, ni de las gentes, me introducía de pies y cabeza en ese libro inmenso, como quien se interna en un ánfora cargada de memorias eternas, de voces y misterios a los cuales asistía con indescriptible embeleso.
Esa es una, solo una, de las razones, que me acercan a la escritura de William Amaro Gutiérrez. Sus artículos los leo -no sé, ciertamente, desde cuando-, con interés y deleite. Siempre digo, y permítanme la ociosidad de repetirlo en este punto, que leer no es simplemente el acto de pasar la vista por una hoja de papel. Leer no es un rito mecánico. Se lee, de verdad, cuando sorber cada palabra, cada enunciado, cada giro, se convierte en un hallazgo, en una fruición. Se asiste, pues, a una ceremonia cargada de ofrendas y finezas espirituales. Leer es una fiesta, y William Amaro se ha vuelto todo un diestro en ese exigente arte de hacer de sus periódicas convocatorias, una romería íntima y seductora.
Los artículos del autor que hoy nos ocupa, que en El Impulso ya suman 53, llevan estampado el sello de una mirada devota. Sea que escriba sobre política, filosofía, salud, o sobre algún tema relacionado con la cotidianidad (la reflexión en torno al drama de los niños de la calle, pongamos por caso), en sus puntuales entregas habrá, sin falta, un hilo conductor impregnado de razonamiento cristiano. Es la óptica desde la cual describe y analiza los acontecimientos que desfilan, día a día, ante los ojos de un observador que se concibe obligado a ponderar y moralizar, sin asumir, eso sí, la pose estricta, ampulosa y exasperante del sermoneador.
No se trata, créanme, de un ejercicio fácil. Por lo contrario, este camino está plagado de una infinidad de obras y escritores malogrados. En opinión de los entendidos, la tentación moralizante suele abandonar, a quienes en ella incurren, en una especie de desierto carente de riqueza cromática. El testimonio se vuelve, entonces, un cuerpo rugoso, agrio, amarillento. Se reduce a un adefesio apenas bien intencionado. Es por ello que el crítico literario Charles Moeller sostenía, tajante, que ninguna “literatura edificante” llega a ser artísticamente buena.
William Amaro se vale de sus poderosos recursos para escapar indemne ante semejante trampa, que adivina tendida. La palabra, en sus manos, es una herramienta plena de formalidad y, a una misma vez, cargada de reverdecido garbo. Hay una admirable madurez en su distintivo estilo de narrar y exponer. En todo momento, se percibe en sus susurros, en esa cercanía cómplice que establece con el público, que en su caso debe ser legión, una intención de decir, de advertir, de aclarar. Cuando prorrumpe en grito, enseguida se reparará en la serena angustia de un alma comprometida con la suerte de sus semejantes, de todos los compañeros en esta barca en la que vamos transitando, y dando tumbos, quién sabe hacia dónde.
“Las convicciones no pueden ir en contra de los valores morales y espirituales”, recordamos haber leído hace algún tiempo en uno de sus artículos. Argumentaba que a nadie le asiste el derecho de usar la lógica propia, es decir, sus intereses, sus cálculos oportunistas, en la intención de “justificar convicciones que traen muerte”. Era una forma suya de condenar la tendencia a un pragmatismo que le asigna primacía al provecho particular, así se trate de hacer negocios por encima de la sangre derramada y de las tumbas, de quienes van cayendo, por aquí, por allá, en defensa de las libertades públicas. ¿No vemos repetirse, hasta el mismo hastío, una trágica secuencia de tales episodios, en estos tormentosos tiempos que nos ha tocado vivir, o padecer, mejor?
Una prosa limpia y bien tratada le transmite un creciente valor a las entregas literarias de William Amaro. De manera que a las densidades del contenido, usted deberá agregar los méritos de una estructura con brillantes acabados. Es la feliz conjunción del qué y del cómo. La profundidad y la exquisitez. Leche y miel, si quisiéramos decirlo en los términos bíblicos.
Este cronista, que moraliza sin estériles santurronerías, reúne ahora en este libro buena parte de sus inquietudes, proyectadas hacia una posteridad que deberá examinarle con justicia. Enfrentado cada semana al terrible desafío de la hoja en blanco (o de la pantalla de computadora vacía, si actualizamos las figuras), es dable advertir, a salvo, desde el cómodo plano del lector, que la suya es una batalla ganada. Desde aquí, colocados de pie, celebramos su iniciativa de compilar una idea que no deberá seguir dispersa. Leamos, pues. Aunque suene a rapto egoísta y eso desentone con su tono incorrupto de escribir, procedamos sin más dilación a darnos ese humano placer.
José Ángel Ocanto

jueves, 11 de octubre de 2007

Bogotá, intensa y sobria

Foto: JAO
La ciudad ha sufrido en las últimas décadas una transformación admirable. La vista panorámica es desde el cerro de Monserrate

Foto: JAO
Las aldabas de las casas de La Candelaria hablan de un pasado cuyos ecos no dejan de sentirse nítidos en sus angostas callejuelas siempre húmedas

Foto: JAO
¿No le provoca disfrutar de este ambiente sin tener que alejarse de casa o sitio de trabajo? En el Parque Metropolitano Simón Bolívar pasamos toda una mañana, ajenos, dentro de la ciudad, a toda su tensión, sus ruidos y vapores

Foto: JAO
Bogotá es una urbe amable

Foto: JAO
Calle de La Candelaria, en donde nació Bogotá. Área exquisitamente recoleta, bohemia. Su trazado urbanístico fue elogiado por el célebre arquitecto, urbanista y pintor suizo-francés Le Corbusier

Foto: JAO
Botero, presente en el Parque Renacimiento, con su Hombre a Caballo


La cultura y buen talante del bogotano, del viejo y del joven, es una media constante que se palpa por doquiera. En el hotel, en el taxi, en el centro comercial, en el café, en la calle


Parodiando a Humboldt, quien dijo que el grado de civilización de un pueblo se mide por la forma en que trata a los animales, no es descabellado plantear que la calidad de vida de las ciudades de hoy, en estos tiempos de estrépito, es posible definirla por la extensión y cuido de sus parques.
Veamos. El Central Park de Nueva York abarca 341 hectáreas (4 kilómetros de largo y 800 metros de ancho). El Retiro, de Madrid, 120 hectáreas. El Hyde Park, de Londres, 140 hectáreas.
Con sus 380 hectáreas, el Parque Metropolitano Simón Bolívar le concede a Bogotá el rango de una metrópolis en donde la modernidad y sus inevitables dentelladas no han logrado borrar el lado amable de la vida en ciudad. Es una prueba palpable de que progreso y armonía no son excluyentes, como suele creerse. El avance no tiene que ser sinónimo de hostilidad, de agresión.
Aunque no cobran un solo peso para entrar, no hay excusa alguna para la indolencia en todo aquel ambiente verde y relajado. De hecho, el cuidado permanente es uno de los signos que saltan a la vista del visitante menos observador.
Allí pasamos toda una mañana, ajenos, dentro de la ciudad, a toda su tensión, sus ruidos y vapores. Vimos a familias enteras disponer tapetes sobre la grama, y hasta carpas, para disfrutar de las ociosidades de un domingo. La escena, se nos dijo, se repite cualquier día. Atendían a los pequeños, correteaban con las mascotas, jugaban fútbol, o bien hacían uso de las ciclovías, de las pistas de trote, oteaban la urbe desde la terraza-mirador, o pedaleaban sobre los botes en el lago, de once hectáreas.
Aunque jurídicamente este hermoso parque nació en 1979, para la celebración, cuatro años más tarde, de los 200 años del natalicio del Libertador, su historia se remonta a 1968, cuando el Papa Pablo VI celebró en este lugar una recordada misa campal. En 1986, Juan Pablo II lo escogió, también, para la celebración de un multitudinario acto litúrgico.
Aquí está la huella imperecedera que en Bogotá ha dejado la acción de alcaldes emprendedores, futuristas, como es el caso indiscutible de Jorge Gaitán Cortés y Virgilio Barco Vargas.
La ciudad ha sufrido en las últimas décadas los poderosos efectos de una transformación admirable, fundamental. Si usted la visitó hace diez años, le costará un mundo reconocerla.
Es fácil olvidar que se está en una urbe consideraba peligrosa, en guerra desde hace medio siglo con la insurgencia, cuando uno se desplaza por el centro histórico, el acogedor Parque de la 93, con sus anchas aceras bordeadas de cafés y restaurantes al aire libre, en la inquieta Zona Rosa, con sus discotecas y casinos, o en el Barrio La Macarena, pongamos por ejemplo.
La vigilancia militar y policial, eso sí, se siente, densa, invariable. Pero se trata de una presencia no invasiva. A objeto de probar el grado de urbanidad de estos funcionarios, los abordamos en más de una ocasión, preguntándoles cualquier ocurrencia. La respuesta que siempre obtuvimos fue respetuosa.
La cultura y buen talante del bogotano, del viejo y del joven, es una media constante que se palpa por doquiera. En el hotel, en el taxi, en el centro comercial, en el café, en la calle.
-Qué pena con usted –es una frase a flor de labios. Es su manera de mostrarle una educada disculpa, que puede brotar por la causa más insignificante, o imprecisa.
Los buenos modales también se manifiestan al conducir. El bogotano, por lo general, no se transforma en bestia cuando se coloca frente al volante. Viéndolos manejar, pudimos comprobar que ceder el paso no rebaja en importancia o jerarquía, a nadie.
Caminar, bajo un cielo con la debilidad de prorrumpir en lluvia no importa en qué momento, es inmensamente grato en las aceras amplias, ordenadas y pulcras de Bogotá.
¿Vendedores informales? Los vimos, en puestos señalizados, que no entorpecían al peatón.
¿Vallas con propaganda oficial? En este momento me percato de que no vi ninguna. Por ningún lado la foto del alcalde, ni la del Presidente. Un pendón de regular tamaño nos llamó la atención en las cercanías del Parque Renacimiento: hacía alusión a que Bogotá es Capital Mundial del Libro 2007 (imposible evitar un profundo suspiro, por la obligada comparación que hacíamos con la violencia que padecemos en los espacios de Barquisimeto).
En efecto, las librerías son un manantial inagotable, actual, memorioso, eterno. Hundirse, o dejarse arrastrar por los profundos llamados de esos templos de papel que son sus pródigas estanterías, es una de las delicias más grandes que usted puede saborear en esta esplendorosa sabana una vez bautizada como la Atenas suramericana.
Bogotá es, pues, una capital intensa, llamativa, sobria, ilustrada, afable.
Visitarla, o, mejor, vivirla, es un regalo.

¿A dónde ir?

En Bogotá, no deje de visitar el Museo de Arte Moderno, con sus 5.000 metros de colección de obras, tanto de arte moderno como contemporáneo. Allí puede ver usted creaciones de Alejandro Obregón, Enrique Grau y Manuel Hernández.
Está ubicado en la calle 24, frente al Museo de Oro, otro sitio obligado. Posee 50.000 piezas arqueológicas de oro y otros metales preciosos, pertenecientes a las distintas culturas del país: quimbaya, calima, tairona.
Tampoco deje fuera de su agenda el Teatro municipal Jorge Eliécer Gaitán, en la carrera 7. Es la sala más grande de la capital, con 1.750 sillas y amplios espacios del Art-deco.
Igualmente recomendamos el Teatro Cristóbal Colón, una joya del arte barroco declarada Monumento Nacional.
El Museo Nacional fue fundado en 1823 por Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. Allí puede apreciar obras que sintetizan la historia de la ciudad.
Otros sitios: el Museo de Artes y Tradiciones Populares. El Museo Militar. La Casa de la Moneda. El Museo Botero.
Pero no deje de caminar por la Zona Rosa. Recorra, de punta a punta, a pie, La Candelaria, Patrimonio Nacional, con sus hermosas callejuelas, cada una con nombre propio.
Para un venezolano es imperdonable olvidar una visita a la plaza de Bolívar, en cuyo alrededor están la Catedral Primada, la Alcaldía, el Palacio de Justicia.
¿Centros comerciales?: Unicentro, en la calle 127 con carrera 15. Es el más grande y moderno del país. El Atlantis Plaza. El Andino, en la Zona Rosa, es espectacular. Muy cerca, El Retiro, mucho más sofisticado.

No olvide comer ajiaco

En Bogotá usted no puede dejar de comer el ajiaco santafereño. Exquisito. Insuperable.
Pruébelo, eso sí, temprano en la tarde. Es algo fuerte, al menos para estómagos no habituados.
Es una sopa hecha de en base a papa pastusa, pollo, mazorca y las indispensables guascas.
¿Qué es la guasca?, preguntará alguien. Se trata de una hierba colombiana que usa fresca o seca y molida. Las papas criollas son pequeñas, de piel amarilla.
La sopa la acompañan con aguacate, arroz, alcaparras y crema de leche.
Después de un ajiaco (460 calorías por porción), salga a caminar. Si es por el hermoso Parque de la 93, mejor aún.
Ahora, por nada del mundo usted se puede quedar sin degustar algún plato típico en Casa Vieja.

domingo, 7 de octubre de 2007

La Quinta de Bolívar, en Bogotá

Foto: JAO
El comedor, que debió lucir majestuoso en aquella época y aún impresiona, fue mandado a construir por el vicepresidente Francisco de Paula Santander. “Colocado entre dos jardines y con grandes ventanas rasgadas, era elegante en forma de una elipse disimulada; tenía pintadas al fresco las cuatro estaciones y otras figuras alegóricas"

Foto: JAO
Este pozo de la huerta fue descubierto durante los trabajos de restauración. Allí se encontraron algunos fragmentos de lozas que correspondieron a la época en que la familia de Diego Uribe habitara la quinta, en las últimas décadas del siglo XIX

Foto: JAO
Exquisitos detalles de la decoración

Foto: JAO
Se cree que el Libertador hizo los planos del Mirador y baño de asiento. Una especie de jacuzzi, donde podía asearse hasta dos veces diarias con las frías aguas de la quebrada de San Bruno y del río San Francisco. Desde allí tenía una vista privilegiada de la ciudad. Charles Stuart Cochrane, un capitán de la Marina Inglesa, escribió tras visitar la Quinta en 1823: “(...) Ahora se construye sobre una loma una pequeña casa veraniega al estilo chino, con base en un plano dibujado por el mismo Libertador. Hay en el jardín un lugar para bañarse, del que mucha gente hace buen uso ya que esta comodidad falta en Bogotá (...)”

Foto: JAO
Este es el Salón de Manuelita. Ella llegó a la Quinta en 1828, cuando Bolívar se enfrentaba a las adversidades de la fracasada Convención de Ocaña. La presencia de la “amable loca” le imprimió a la quinta un ambiente festivo y resuelto, bien propio de su carácter. “Apenas basta una inmensa distancia. Te veo, aunque lejos de ti. Ven, ven, ven luego. Tuyo de alma”. Bolívar

Foto: JAO
Hasta 1820 la quinta perteneció a la familia Portocarrero. El 16 de junio de ese año fue regalada a Bolívar, por el gobierno neogranadino, en reconocimiento a sus servicios prestados a la causa de la Independencia. El Libertador la dejó a principios de 1830, el mismo año de su muerte. Desde entonces la casona tuvo diversos usos: colegio, curtiembre, fábrica de cerveza, casa de familia, razón por la cual sufrió muchas modificaciones

Foto: JAO
Foto: JAO

La cama del Libertador (alto 153 cm. Largo 190 cm. Ancho 130 cm.) Se estima que le fue obsequiada por un inglés de apellido Powell y que en ella descansaba la noche en que fue objeto del atentado septembrino, en el Palacio de San Carlos, entonces sede del gobierno. Muchas piezas ahora presentes en la Quinta estuvieron antes en ese Palacio

Esta vez vinimos a completar una visita que había quedado trunca en noviembre de 1998.
Ese año estaban concluyendo los minuciosos trabajos de restauración de la Quinta de Bolívar, avenida Jiménez con carrera 2ª este, en las cercanías de Monserrate, en Bogotá, y no se permitía el acceso del público.
Bastó, en aquella ocasión, que le dijéramos a uno de los guardianes de la reverenciada mansión que éramos venezolanos, para que abrieran de par en par el portón principal, y nos permitieran recorrer sus espacios. Entonces apenas pudimos fisgonear desde lejos el interior y tomar un par de fotografías.
Ahora era totalmente distinto. La quinta lucía hermosa, radiante, digna de recibir en sus preciosas estancias al hombre ilustre que una vez la habitó, al caraqueño y americano de tez morena, rostro entre alargado y ovalado, ojos negros, grandes, vivos y penetrantes, y quien no debió medir, según Ducoudray, más de cinco pies y cuatro pulgadas, algo así como un metro con sesenta centímetros.
Se sabe que Simón Bolívar, ¿de quién más podíamos estar hablando?, vivió en esta quinta exactamente 423 días, no consecutivos, como es de suponer en alguien que llevó una vida tan intensa como peregrina, tras su quijotesco sueño de liberar a la América, designio que, dijo, y probó, amaba más que a su propia gloria.
Fue, ésta, la casa que, en su vida adulta, el Libertador ocupó por un mayor tiempo. Esto, por supuesto, le confiere una relevancia especial al lugar. Además, es la última casona que sobrevive entre todas las que rodeaban a la colonial urbe, desde la época de la Independencia.
En 1800, don José Antonio Portocarrero, contador principal de la Renta de Tabaco de Santafé, compró por 120 pesos un predio en el sitio llamado La Toma de la Aduana, y sobre él levantó una quinta campestre. Cada detalle debió haberlo dispuesto con esmero y particular delicadeza, pues su objetivo no era otro que el de agasajar en ella al virrey Antonio Amar y Borbón, su amigo, en la fausta ocasión del cumpleaños de su esposa, la virreina Francisca Villanova.
Así que de casa concebida para honrar a quien gobernaría el Virreinato de Nueva Granada entre 1803 y 1810 y debió, por cierto, afrontar la caída del dominio español en el territorio bajo su mando, aquellos magníficos aposentos pasaron a acoger al genio llamado a romper las cadenas de la opresión de tres siglos.
De la mano de un joven guía y sus memorizados datos, fuimos recorriendo, con fruición, cada palmo de la quinta. A cada paso era imposible deshacerse de una presencia informe, acuciante, devota. Saber que Bolívar debió haber estado por allí, que caminó por esos pasillos lustrosos, quien sabe si apesadumbrado o jubiloso, y durmió en ese lecho, se bañó en esa especie de jacuzzi dispuesto en aquel insuperable mirador surtido por las frías corrientes de la quebrada de San Bruno y del río San Francisco. Aquí el imponente comedor, donde aún es posible percibir el sereno eco del ruido de las finas escudillas y de las risas deliberadamente apagadas para que sobresalga la fina pero imperioso voz del héroe. Y el Gran Salón, que guarda intacto los estallidos de júbilo por las victorias militares del dueño de casa. Y el Salón de Manuelita, romántico rincón. La despensa, la cocina, como lista para brindar las arepas de maíz que el señor prefiere al mejor pan. Y el cuarto, muy cercano a la habitación principal, que fuera del esclavo liberto José Palacios, fiel mayordomo que lo acompañó hasta su muerte en Santa Marta y presenció asimismo la repatriación a Caracas de los restos del alfarero de repúblicas, en 1842.
La Quinta de Bolívar es Monumento Nacional. Así fue decretada en 1975, justo un mes después de que el grupo guerrillero M-19 incursionara en ella y la violara, para extraer la espada empuñada por el Libertador. Una espada que si bien camina ahora mismo por América Latina, es para alertarnos que “no hay libertad legítima sino cuando ésta se dirige a honrar la humanidad y a perfeccionarle su suerte”.
Visitar la Quinta de Bolívar, es sin duda una experiencia obligante, y gratificante, para todo venezolano.


De Manuelita

“.... De que me vieron me agarraron y me preguntaron: “¿Dónde está Bolívar?”: les dije que en el Consejo, que fue lo primero que se me ocurrió; registraron la primera pieza con formalidad, pasando a la segunda y viendo la ventana abierta, exclamaban, “¡huyó, se ha salvado!”. Yo les decía: “No señores, no ha huido, está en el Consejo”; y “¿por qué está abierta la ventana?”, “Yo la acabo de abrir porque deseaba saber qué ruido había”. Unos me creían y otros se pasaron al otro cuarto, tocando la cama caliente y más se desconsolaron, por más que yo les decía que estaba acostada esperando que saliese del Consejo para darle un baño...”
Memoria de la conspiración escrita por Manuela Sáenz al general O’Leary en septiembre de 1850

Testimonio

“Estaba rodeada la casa de bellos jardines y de árboles corpulentos (de los cuales quedan hoy algunos, tales como un gran nogal y varios lozanos alcaparros, mortiños, cerezos, pinos, todos, sin duda, del tiempo de Bolívar) y a su sombra había, artificiosamente dispuestas, galerías cubiertas de enredaderas, cenadores y rutas caprichosas; bañada, por doquiera, por abundantes y puras aguas, en fuentes y surtidores de mármol”.
Escritor José Caicedo Rojas, quien sirvió de amanuense del Libertador durante su permanencia en la Quinta


Refugio después del atentado

La restauración integral de la casona se cumplió entre 1992 y 1998, hasta el punto de recuperar las características arquitectónicas que, probablemente, conociera el Libertador. Aquí se refugió Bolívar después del atentado del 25 de septiembre de 1828. También aquí fue firmada la negativa a conmutar la pena de muerte de los conjurados por ese mismo suceso

Dos ocasiones de gloria

En 1821 Bolívar ocupó la quinta por primera vez. Ese año disfrutó en ella dos ocasiones ligadas al apogeo de su gloria. Una fue en enero, antes de partir a la campaña definitiva de la Independencia de Venezuela. Luego, en octubre, antes de acometer la Campaña Libertadora del Sur. Un pariente suyo vivió en la casona durante su ausencia, dejándola en un deplorable estado. En agosto de 1826, tres meses antes de que Bolívar hiciera entrada a Bogotá de regreso del Perú, Santander le escribió: “Hice emplear muchos pesos en componer la Quinta que dejó Anacleto arruinada, y aunque no quedará de gran lujo, quedará de gusto y mejor que nunca”


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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela