lunes, 11 de febrero de 2008

En Colombia ya lo sabían

Un alerta recogido por EL IMPULSO hace nueve años

Mientras aquí en 1998 todo resumía un pastoso delirio, una ruidosa feria populista, con sabor a contenidas ansias de retaliación, en Bogotá se percibía, por aquella época, un temor latente, una prevención a flor de piel. “Ya está avisado el hermano país venezolano, de lo que le espera”, nos dijeron en Bogotá, acerca de los inocultados nexos, ya sabidos allá, de Hugo Chávez con la guerrilla


Los venezolanos tardamos nueve años en conocer a Hugo Chávez. En medirlo, de cuerpo entero. En sospechar de sus equívocas buenas intenciones. En penetrar sus propósitos, más allá de las palabras que suelta a borbotones, y de sus descosidos gestos de comediante, de charlatán, de encantador de serpientes.
Ha sido necesario agotar todo este tiempo, y un lacerante cúmulo de acontecimientos, para que la gente llegara a tener una idea más real, y acabada, del hombre que gobierna al país, con una confesada pretensión de perpetuidad.
Los colombianos, en cambio, jamás se llamaron a engaños.
Estaban mejor informados. Sabían con qué tipo de vecino se la estaban viendo, y tenían bien claro, desde un principio, que no era ese el ejemplo que deseaban copiar, el modelo a seguir.
Si los venezolanos entendiéramos acerca de Chávez y sus debilidades ideológicas, siquiera una cuarta parte de cuanto saben los colombianos, sin lugar a dudas otro gallo cantaría.
Por eso no es nada casual que la opinión pública colombiana tenga, ahora, la consistencia de un muro infranqueable contra el cual se ha estrellado, una y otra vez, el mensaje disociador de quien, en un ataque de diabólica audacia, pugnó por asumir el papel de mediador en el conflicto que desde hace más de medio siglo libran, del otro lado de la frontera, el Estado y la guerrilla.
Una andanada de sus más feroces insultos sólo sirvió para catapultar la popularidad del presidente Álvaro Uribe, a un astronómico 80 por ciento, en enero de este año. Si algún milagro obró Chávez fue el de elevar a Uribe al mismo nivel de aceptación con el cual había llegado el neogranadino al gobierno, tras su primera elección, en 2002.
Es que, en 1998, cuando en esta nación densos sectores –ricos y pobres- se babeaban ante la imagen de aquel Mesías paracaidista que prometía freír cabezas de adecos, ya Gabriel García Márquez se paseaba por la duda de si se trataba, o no, de “un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”.
Oto escritor prestigioso, el cubano Carlos Alberto Montaner, había advertido ese mismo año, que Chávez se serviría de los procedimientos democráticos para gobernar a su antojo, por decreto. “Naturalmente, hundirá al país en el horror y la violencia, pero eso es algo que la mayor parte de los venezolanos hoy son totalmente incapaces de percibir”, analizó.
En Bogotá, en octubre de 1998, el general (r) Harold Bedoya Pizarro, ex comandante del Ejército colombiano, nos dijo, al entrevistarlo, una frase que resuena, intacta, como un aldabonazo, y adquiere plena vigencia justo en estos días, frente a la propuesta de reconocer como “beligerantes”, como partes de una contienda política, a ejércitos que tienen en el narcotráfico su fuente de financiamiento, y hacen del secuestro y la siembra del terror un instrumento de lucha:
“Cuando se piensa en la convivencia y se llama líder a un terrorista, eso es una satrapía. Cualquier convivencia con el crimen, sencillamente lo que trae es la descomposición de la estructura del Estado. Terminan como en Colombia, que es el ejemplo palpable de lo que no se debe hacer”.
Mientras aquí todo resumía un pastoso delirio, una ruidosa feria populista, con sabor a contenidas ansias de retaliación, en Bogotá se percibía, por aquella época, un temor latente, una prevención a flor de piel.
El primero que me lo hizo saber fue el veterano periodista Gonzalo Guillén, editor de El País, de Cali, para la época (hoy amenazado de muerte, por trabajos suyos como corresponsal en Colombia de El Nuevo Herald y The Miami Herald).
Asistíamos, del 11 al 16 de octubre de ese año, a escasos días de las elecciones, a un seminario sobre nuevas alternativas para la redacción, dictado por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en la ciudad de Reston, Virginia.
Apenas me reconoció como venezolano, en un intervalo del curso, Guillén se acercó una tarde para referirse, con palabras que traslucían respeto y admiración, acerca de las indagaciones de un periodista y escritor bogotano. Su nombre: Manuel Vicente Peña.
Tenía varios libros escritos. Incluso, uno de ellos inédito. Se había visto envuelto en varios peligrosos episodios, por su denuncia frontal respecto a los criminales métodos de la guerrilla. Uno de sus hijos fue secuestrado, y torturado. Pero la temeraria verticalidad de ese gladiador de la prensa no estaba hecha para la rendición. Él seguía adelante, a todo riesgo, consciente del minado terreno que pisaba.
Al regreso de Virginia, con la maleta aún sin rehacer, informé detalladamente, por teléfono, al doctor Juan Manuel Carmona.
En el acto, el director de este periódico decidió que debía partir sin pérdida de tiempo a Bogotá, al encuentro con aquel escrupuloso desconocido.
Hablamos, el doctor Carmona y yo, del sentido de contracorriente que EL IMPULSO asumía al dar aquel paso. El país entero sólo estaba deseoso de encontrar nuevas virtudes y embelesos en los desplantes de un carapintada que prometía arreglar los seculares males de una sociedad empeñada en sentirse desfallecida, condenada.
“Es prudente recoger ese alerta. Vaya, Ocanto. Si usted va preso por eso, tenga la seguridad de que yo lo acompaño en su celda”, dijo sereno, letra a letra, el doctor Carmona desde el otro lado del hilo telefónico.
No puedo evitar que en este instante me asalte la idea de que ambos, Peña y el doctor Carmona, habrían querido conocerse.
Tenían el mismo porte de solemnes caballeros de otra época.
Pero el destino haría imposible semejante encuentro. Los dos se marcharon de este mundo, Peña de primero, en circunstancias no del todo claras.
Por un personal encargo del aludido colega de Cali, en la fecha y hora convenidas, Manuel Vicente Peña me aguardaba en el aeropuerto de El Dorado. Era un hombre alto, trigueño, de unos cincuenta años. Lucía un manojo de bigotes descuidados, un andar nervioso, escudriñador, y un imbatible espíritu, una tenacidad que era apreciable al primer golpe de vista.
A cuestas llevaba los rigores de tres atentados contra su vida, y la respuesta suya a la guerrilla fue el certero y estruendoso fogonazo de un libro aplastante, titulado: La paz de las FARC.
Al recibirme, ya tenía lista una agenda para tres intensos días de investigación periodística. El resultado fue una serie de cinco entrevistas y reportajes, que alcanzamos a publicar a escasas semanas de la ascensión de Hugo Chávez al poder. Específicamente los días 28, 29, 30 y 31 de octubre, y el 1º de noviembre de ese sombrío 1998.

Pisadas y disfraces

Peña no reparaba en ubicar a las guerrillas del ELN y las FARC, como “criminales de guerra”.
Aducía que “el estalinismo es la perversión del marxismo en la medida en que crea un régimen arbitrario, liberticida”.
-Esa es la ideología que, disfrazada de justicia social, de altruismo, están aplicando los movimientos y partidos totalitarios. Ahí encuentras tú las pisadas de Chávez -apuntaba.
Mostrando unas hojas engrapadas, Peña habló de algo desconocido entonces para una inmensa mayoría de venezolanos: el rostro oculto del “Plan Nacional” del MBR-200.
Eran unos papeles que formaban parte de la carpeta “Hugo Chávez”, en manos de los organismos de seguridad de Colombia.
“Aquí se deja constancia -asentaba Peña- de que en una entrevista que Chávez concedió a una revista argentina, el 6 de octubre del año pasado, felicitó por sus luchas al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Además está su célebre abrazo con Fidel Castro. Aquí se citan con fechas, horas y sitios precisos, los encuentros con Gabino y otros jefes del ELN colombiano, grupo subversivo que es directa inspiración de la ideología castrista. Chávez tiene varios disfraces”.
Los argumentos de Peña proseguían así:
“La historia dice que la llegada al poder de una dictadura lleva implícita la muerte de la libertad de prensa. Además, tenga presente que si Chávez está en componendas con el ELN, eso implica que indefectiblemente también lo está con el narcotráfico. Existe una documentación rigurosa, según la cual en el famoso acuerdo de Maguncia (Alemania), detrás de una fachada de paz con el ELN, lo que realmente se iba a negociar era un tratado de acuerdo con el cartel de Cali, auspiciado por el ELN. El Departamento de Estado de los Estados Unidos supo de esta estratagema, y lo denunció. Hay constancia de eso”.
Para contradecirlo, le referí al escritor y periodista, que el hecho de que Chávez admirara a Fidel Castro no significaba que copiaría su modelo. Juzgue usted si estuvo descaminada su respuesta:
“¿Es una casualidad, entonces, que el proyecto de Chávez hable de crear milicias revolucionarias en los barrios, al estilo cubano? Ya en 1948, Castro escribió a Mirta Díaz Balart, quien luego sería su esposa: `Voy a iniciar una revolución en Bogotá’. El balance de este sueño de Fidel -una pesadilla para nosotros- es que, según cálculos no gubernamentales, de cada cinco familias colombianas una tiene entre sus seres queridos a una víctima de la guerrilla: asesinada, mutilada, minusválida, secuestrada, asaltada o extorsionada. Ese mismo sueño sobre Bogotá lo tuvo Fidel respecto a Venezuela en los años ‘60. Esa vez falló y ahora lo intentará de nuevo, a través de Chávez”.

El Carnicero de Chucurí

-¿Cuándo y dónde se han reunido Chávez y Gabino, el jefe del ELN? –inquirimos.
-De acuerdo a los informes de inteligencia del Ejército, una de esas reuniones se efectuó en Tame (Arauca). Chávez entró a Colombia por la ruta Caracas-Santa Marta, entre el 15 y el 18 de diciembre de 1994, para reunirse con Nicolás Rodríguez Bautista, alias Gabino, a fin de coordinar actividades de sabotaje y hostigamiento contra autoridades de ambos países, incluyendo el sangriento asalto a la base fronteriza de Cararabo, en febrero de 1995. Ese informe fue remitido al presidente Caldera. La investigación revela que “uno de los puntales de la negra alianza es el trueque de armas por coca”. Un guerrillero apodado El Flaco confesó que el ELN tomaría la población de Tame con armas que formaron parte del arsenal desaparecido durante el golpe contra Carlos Andrés Pérez. Esos informes especifican fechas exactas, sitios de reunión y asistentes (nombres y apodos), con toda precisión. En el asalto a la base militar de Cararabo, en la margen venezolana del río Meta, sufrieron torturas ocho guardias, antes de ser masacrados y sus cadáveres cercenados. El ELN, en complicidad con venezolanos, practicó actos ‘macabros y enfermizos’. Los restos mortales de esos militares caídos en defensa de la soberanía de su país, fueron degollados. Además, a cada uno de los cadáveres les extrajeron los ojos y la lengua.
-Háblenos de ese tal Gabino. ¿Cómo es él? –quisimos averiguar.
-Es un campesino muy primario, de San Vicente de Chucurí, en el Departamento de Santander del Sur –dijo Peña-. Cuentan que su familia tenía una carnicería en el lugar y que Gabino era especialmente cruel, desde muy joven, al momento de participar en el sacrificio del ganado. Por eso antes de ser llamado Gabino, que es el nombre de guerra, le apodaban El Carnicero de Chucurí. Él es lo que llaman, en el lenguaje de la guerrilla, un comandante histórico, es decir, un fundador que conserva el mando.
Tampoco tenía vacilaciones este combativo intelectual colombiano, acerca del papel que corresponde asumir a un periodista en tiempos de libertades menguadas.
“Cuando existe el peligro cierto de que se instaure un gobierno de corte totalitario, los periodistas no podemos permanecer neutrales” –sentenció.
A renglón seguido:
“Estamos globalizados, y si el comandante Hugo Chávez viene a mi país y se entrevista clandestinamente con criminales de guerra (eso son los terroristas, según el derecho internacional), me parece más lícito, más legítimo, que periodistas de ambos lados de la frontera, que creen en la libertad, se reúnan para investigar a estos personajes. Lo primero que hace una dictadura cuando usurpa el poder es cerrar los medios de comunicación no subordinados al régimen, e imponer la censura de prensa. Fíjese, lo de usted mismo no deja de ser una berraquera. Usted ha venido a Colombia para hacer la denuncia antes de que se produzca el desastre. Las denuncias se hacen antes, ¡no después!”

Instinto máximo

Cuando por intermedio de Peña entrevistamos al general Bedoya Pizarro, ex comandante del Ejército, soltó esta aseveración rotunda:
“La democracia es la primera que se afecta. Donde hay narcotráfico, secuestro, terror, violencia, no hay democracia. El instinto máximo que tiene todo ser humano es el de la supervivencia. La gente se pliega ante cualquier delincuente si le garantiza que no lo mata, o que no lo secuestra. Ahí la democracia pasa a un segundo o a un quinto plano”.
Por todo eso, otro de nuestros entrevistados, el abogado Fernando Antonio Vargas, presidente, a la sazón, del Comité de Víctimas de la Guerrilla, se permitió advertirnos:
“Es que está avisado el hermano país venezolano, de lo que le espera. Me parece que es de ciegos pensar en obtener, tal vez, un mendrugo, un pedazo de pan, en un gobierno de Chávez, a cambio de la libertad. ¡Me parece de ciegos!”


No hay comentarios.:

Bienvenidos

Les abro las puertas a mi blog. Agradezco sus comentarios, aportes, críticas. Por favor, evite el anonimato.

Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela