lunes, 11 de febrero de 2008

Una historia peligrosa


La penetración de la guerrilla, del narcotráfico…

Conjeturas aparte, al país se le plantea un panorama tenebroso. La tragedia colombiana está siendo desplazada hacia nuestro territorio. El gobierno, en nombre de una afinidad ideológica, está abriendo sus brazos a fuerzas incorregiblemente criminales

La revolución venezolana ha tendido salvavidas que han volteado el curso de la historia. Toca ver si para bien o para mal, y por cuánto tiempo. Además, a qué costo.
En 1999, cuando Hugo Chávez arribó al poder, era obvia, e irreversible, la declinación en el Caribe de la figura de Fidel Castro, condenado a añorar la dulce era del protectorado soviético. “El viejo”, que tuvo tiempo para ungir al sucesor, encontró un inesperado respiro y se dispone a morir, tranquilamente, en su lecho de enfermo, a causa de los misteriosos males que lo han vuelto impresentable.
También la guerrilla colombiana estaba de capa caída diez años atrás. Justamente en 1999 había sido anunciado el Plan Colombia, concebido por las administraciones de Andrés Pastrana y Bill Clinton, con miras a acabar con el conflicto armado, esto es, aplastar a los irregulares, y generar una estrategia de combate a la droga, principal fuente de financiamiento de la subversión.
No era cualquier cosa, ciertamente, lo que estaba en juego. Un Contralor General de la Nación había estimado, en 1984, que, sólo ese año, la cocaína, la heroína, el basuco, los secuestros, la vacuna y el boleteo, le habían representado a las FARC, las cuales se hacen llamar “bolivarianas”, un ingreso estimado en los 2.800 millones de dólares. ¡Qué duro es ser revolucionario, allá como acá!
Para entonces, la infernal maquinaria que en un momento dado llegó a poseer un potencial suficiente como para provocar acciones de guerra en un 78 por ciento del territorio colombiano, y trasladaba la droga en aviones Cessna y hasta en los Boeing 727, se había tornado, como lo reconocería el propio texto del Plan Colombia, en “una estructura más dispersa, más internacional y más oculta”. En fin, en un cuerpo más difícil de combatir y atrapar.
Pero la desmoralización cundía en las filas de los ejércitos irregulares. La esencia ideológica que les dio vida, había degenerado en el crimen y en el terror como herramienta de “lucha”, ajena a la política. Internamente era preciso combatir a diario los brotes de indisciplina, para mantenerla a raya. En ese ambiente, el liderazgo tenía que ser impuesto, y revalidado, constantemente, a sangre y fuego. A los jefes los atormenta oler, cada día, cada noche, las acuciantes emanaciones de la conspiración.
Los Estados Unidos, en la ejecución del Plan, habían puesto un frenético énfasis en el fortalecimiento de las fuerzas militares. Tanto que se llegó a denunciar su carácter “militarista”. Eso motivó a Amnistía Internacional a quejarse, en junio del año 2000, puesto que, a su juicio, “los programas de desarrollo social y humanitario no alcanzan a disfrazar la naturaleza esencialmente militar del plan”. Encima, el estilo del presidente Álvaro Uribe era mucho más frontal e implacable que el del propio creador del Plan Colombia. Y a nadie podría sorprender que en la Casa Blanca, George W. Bush tomara la decisión de expandirlo. Así, en octubre del
2004 el número de asesores estadounidenses que podía operar en Colombia, subió de 400 a 800.
En suma, la guerrilla se sabía en una situación comprometida. Estaba acorralada. Incomunicada. Para el sistema interamericano, los Estados Unidos y la Unión Europea, no eran más que vulgares terroristas. La opinión pública mundial les daba la espalda, como acaba de quedar patentizado con las concentraciones del 4 de febrero (¡cruel ironía, comandante, la misma fecha de su golpe!) Sólo el uso de los rehenes como escudos imposibilitaba la estrategia de barrerlos de la faz colombiana.
Joaquín Villalobos, quien como dirigente del Frente Farabundo Martí participó en los acuerdos de paz que pusieran punto final a la guerra civil en El Salvador, hizo esta observación: “Las FARC están debilitadas militar y políticamente como nunca en su historia”. Adicionó: “En 2007 no pudieron realizar una sola toma u hostigamiento a los poblados que controla el Estado. Sus combatientes se desmovilizan masiva y voluntariamente, 2.400 sólo el año pasado, y hay evidencia pública de que algunos jefes guerrilleros han recuperado las comodidades perdidas en el territorio venezolano”.
Las FARC sabían que les urgía reacomodarse, oxigenarse, como siempre, ganar tiempo. Su única posibilidad de supervivencia estaba en escabullirse tras los artificios de un acuerdo “humanitario”. Y justo en esa decisiva escena de la película hace su estruendosa aparición la revolución bolivariana. Lo primero que hace es alterar el libreto, para introducir un nuevo léxico, una nueva terminología oficial. Nada se llamará igual, en adelante. Así como el “gran hermano” dispuso que los pistoleros de Llaguno pasaran a ser “héroes” y los comisarios que trataron de contenerlos, “criminales de lesa humanidad”, todos en la granja recordaban cómo un buen día sorprendió al propio ministro de Educación, al declarar exterminado el analfabetismo. En estos instantes precisos resuelve que, en el futuro, no se hablará de secuestrados, sino de “retenidos”, o, mejor aún, de “prisioneros de guerra”. Los guerrilleros no son más terroristas, sino “fuerzas insurgentes, un proyecto bolivariano que aquí es respetado”, en fin, “ejércitos que ocupan un espacio”. El secuestro también cambia. Pasa a ser “un formato operacional”.
Nadie pudo haberlo dicho más claro que el ministro del Interior y Justicia, Ramón Rodríguez Chacín, en el momento del rescate de Clara Rojas y Consuelo González, del otro lado de la frontera, frente a las cámaras, y al despedirse de una célula guerrillera: "Estamos muy pendientes de su lucha (...) Mantengan ese esfuerzo y cuenten con nosotros". ¡Felicidades!, le respondieron, entre cordiales apretones de mano. Esa imagen era el mejor testamento. ¿Hace falta puntualizar más, descifrar más? Todo esto lo que quiere decir, con claridad meridiana, es que cuando en Venezuela se discute si a la guerrilla colombiana debe acreditarse, o no, el estatus de fuerza beligerante, respecto al Estado colombiano, es decir, promover que se sienten en una misma mesa el gobierno y los irregulares a hablar de gran política, de igual a igual, la realidad dice que las FARC y el ELN tienen, ya, una presencia reconocida en Venezuela. Aquí opera una beligerancia de facto. En el quiebre de la relación con Colombia mucho tiene que ver el peso específico que el gobierno de Venezuela otorga a los capos de la guerrilla.
Vamos a los hechos. Colombia tiene la cuarta población de desplazados internos del mundo. La atrocidad de la violencia rural obliga a un desplazamiento forzoso. Se calcula que unas 300.00 personas, en su mayoría mujeres y niños, debieron abandonar sus hogares por esta causa en 1998. Para Venezuela era ineludible analizar, conjuntamente con Colombia, una estrategia común, una política de Estado, en lo concerniente a ese drama, en previsión de que las regiones ubicadas a lo largo de la franja fronteriza sintieran los terribles efectos sociales de ese éxodo. No sólo no se hizo eso, sino que los dirigentes de las dos principales organizaciones guerrilleras prácticamente se han mudado a Venezuela. Aquí tienen su centro de operaciones, sus oficinas.

Lo de Los Monjes quedó atrás

Antes el motivo de las fricciones entre Colombia y Venezuela era el litigio territorial, por el Archipiélago de Los Monjes. Eso quedó para la historia. El peor incidente diplomático entre Colombia y Venezuela, bajo los gobiernos de Álvaro Uribe y Hugo Chávez, se desencadenó a principios del 2005, hasta producir incluso la ruptura temporal de las relaciones comerciales y el retiro de ambos embajadores. ¿La causa?: la detención en Caracas de
l “canciller” de las FARC, Rodrigo Granda, capturado por agentes venezolanos, y quizá también colombianos, siendo llevado a Cúcuta, donde fue formalmente arrestado.
La averiguación abierta por el ministerio del Interior no fue para determinar qué hacía Granda en Venezuela, sino si era cierto que los funcionarios policiales que lo apresaron habían sido sobornados. Los expulsaron. La soberanía había sido violada no por el jefe guerrillero, sino por los agentes encubiertos que les echaron el guante. El vicepresidente, José Vicente Rangel, no tardó en declarar que Granda había sido “secuestrado”.
Hace unos días fue abatido en una posada turística del estado Mérida, Wilber Varela, alias “Jabón”, jefe del cartel del Valle del Norte. Estados Unidos ofrecía cinco millones de dólares por su captura. No se trataba, esta vez, de un dirigente guerrillero, sino de un narcotraficante, pero la relación en uno y otro caso guarda asombrosas semejanzas. En esta hora absurda, ser jefe guerrillero o narcotraficante asegura la misma distinción. Mildred Camero, ex presidenta de la Oficina Nacional Antidrogas (ONA) de Venezuela, aludió informes confidenciales de la DEA para referir que Varela recibía protección de autoridades venezolanas y actuaba “con absoluta libertad”.
Una fuente policial lo explicó así al diario colombiano El País:
“Se instalan en magníficas casas, compran fincas grandes y negocios en quiebra, y se convierten en personajes valiosos para las economías locales venezolanas". Añadió: "Venezuela es para estos criminales un seguro de vida”. Es por eso, aducen, que cuando la policía colombiana pregunta a los funcionarios venezolanos por el paradero de los capos, la respuesta es siempre la misma: “No tenemos nada”.
El asunto es que “Jabón” dirigía sus negocios desde aquí. Poseía propiedades en Lara (aquí vivió un tiempo, con protección policial) y en Barinas. No quería volver a las selvas. Tenía pasaporte venezolano. También cédula de identidad, como José María Ballestas, sobre quien pesaba una orden de captura por el secuestro de un avión Fokker 50 de Avianca, en 1999, y al ser arrestado por efectivos de la PTJ y del servicio secreto colombiano, en Caracas, mostró una docena de documentos de identificación venezolanos, todos originales.
Serían apenas botones que sirven de muestra de todo un complejo y turbio andamiaje, que flota en torrentes de dineros sucios. Lo organismos de inteligencia en Bogotá trabajan en datos que apuntan hacia los nexos de altos personeros militares venezolanos, con la guerrilla colombiana. En todo esto, más que afinidad ideológica, habría un sustrato de corrupción en grandes dimensiones. La revista Semana ha reseñado que el Director de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM), el general Hugo Armando Carvajal Barrios, “está señalado por agencias antinarcóticos y servicios de inteligencia de varios países, de ser la ficha clave en Venezuela para narcos y guerrilleros colombianos”. Lo llaman “el Montesinos de Venezuela”.
Lo cierto es que la guerrilla y el narcotráfico encuentran en Venezuela un campo fértil para sus operaciones. Las palabras recientes de Hugo Chávez oficializan esa antipatriótica postura oficial. “Venezuela –ha dicho- limita al suroeste, al noroeste, no con el Estado colombiano sino con las fuerzas insurgentes de Colombia, que tienen otro Estado, que tienen leyes propias, que las aplican y las hacen cumplir”.
La vigilancia de la agencia antinarcóticos estadounidense, la DEA, ha sido entorpecida. Las incendiarias peleas de todos los días con el imperialismo sirvieron de pretexto para que el régimen resolviera suspender la alianza con la DEA, el 7 de agosto de 2005, tras denunciar que sus funcionarios espiaban al gobierno y violaban leyes locales. Ahora sólo el narcotráfico podrá violarlas.
Conjeturas aparte, al país se le plantea un panorama tenebroso, frente al cual el gobierno asume una postura insensata, encubridora. La tragedia colombiana está siendo desplazada hacia nuestro territorio, a grandes zancadas. La integridad territorial, y moral, están en juego. El narcotráfico penetra y pervierte, con su inmenso poder de compra de conciencias, estamentos claves: el ámbito militar, el judicial, el político. ¿Ocurrirá lo mismo con los medios de comunicación? ¿Pasará mucho tiempo para que financien concejales, diputados, o hasta un candidato a la Presidencia? ¿Cuánto tiempo le llevará al país revertir este nefasto estado de cosas? Particularmente el Presidente, en nombre de una afinidad ideológica, y de sus rencores, está abriendo sus brazos a fuerzas incorregiblemente criminales. Ayer la guerrilla lo intentó con el uso de la fuerza y un gobierno democrático lo impidió. Ahora hacen triunfal entrada a este suelo, aferrándose a un lujoso salvavidas, tejido con el destino de todos.
En tanto, tristes historias que se volvieron rutina en Colombia, comienzan a contarse aquí, lástima, sin mucha impacto. Hoy mismo, cuando escribo estas líneas, el correo electrónico me estremece con una triste información que me ha espantado el sueño: no están claras las circunstancias en que ocurriera la muerte del periodista y escritor Manuel Vicente Peña, enfrentado en Bogotá a las FARC a punta de sus libros, y de su coraje, y sobre quien escribimos ayer. Gonzalo Guillén, el colega que me lo presentó, asimismo enfrenta serias amenazas, a causa de trabajos suyos publicados como corresponsal de El Nuevo Herald y The Miami Herald.
“Debo andar en un carro blindado, con un chaleco antibalas y dos escoltas. Algo fastidioso que a la hora de la verdad no sirve para nada”, me dice.
Y, ¿saben qué? En la ciudad de Maturín, aquí, en el Oriente venezolano, un periodista de nombre Mauro Marcano investigó hasta dejar al desnudo, con toda su fealdad, las macabras andanzas del “Cartel del Sol”. La red abarcaba a narcotraficantes, así como a militares activos y retirados de alto rango, jueces, políticos, fiscales y policías. El diario El Oriental reprodujo sus valientes escritos. Mencionó a los involucrados con sus nombres y apellidos. Pasó lo de siempre: lo amenazaron de muerte, una y otra vez, entre otros, un coronel. Pero nuestro héroe no cedió.
La última crónica la alcanzó a escribir el martes 31 de agosto de 2004. En esas líneas daba cuenta de la desaparición de parte de un lote de mil kilos de cocaína de alta pureza, después de ser incautada por la policía local.
Lo mataron de tres disparos, el día siguiente, cuando salía de su casa, dos sujetos que lo habían seguido de cerca durante tres semanas. Su familia denunció que el autor intelectual eran el narcotraficante Ceferino García y su hijo Carlos Andrés García, quienes habrían cancelado 100 millones de bolívares a unos sicarios.
Es, sin duda, una historia peligrosa. Peligrosa de vivirla. Y hasta peligrosa de contarla. Pero es historia y debe ser divulgada.

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Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela