I
La tarea de escribir en relación a las peripecias de este gobierno, con frecuencia adquiere una notable semejanza con la ciencia ficción.
La diaria avalancha de versiones, superpuestas de lunes a domingo una sobre otra, en lo tocante a los planes y argumentos de un régimen tan ocurrente como perturbado, llega a ovillar una sarta tan descabellada de atolondramientos y despropósitos, que todo cronista no comprometido pareciera condenado a lucir recargado, o exagerado, en sus apreciaciones.
Cuando hace apenas un puñado de meses revelamos en esta columna el proyecto, matrizado en La Habana, de convertir a la FAN en una milicia popular, fueron muy pocos quienes no fruncieron el ceño, incrédulos.
¿Qué se va a eliminar la medicina privada? ¡Por favor!
Y, además, ¿que se pretendía redistribuir la propiedad inmobiliaria, consolidar todas las policías estadales y municipales bajo un solo comando, penalizar con cárcel la tenencia de divisas en papel moneda y nacionalizar la propiedad privada? La entrega del pasaporte estará sujeta a la discrecionalidad de las autoridades competentes, anotamos. ¡Ahora cuéntame una de vaqueros! –habrá reaccionado con todo derecho el bienintencionado lector.
II
En mis manos han caído, de un solo golpe, dos textos que me espantaron el sueño.
Uno es un libro en edición de bolsillo, de casi cien páginas, del cual es autor el ensayista Roberto Hernández Montoya. Se titula “Más adicto será usted”.
Me lo entregó, boquiabierta, una madre que no dejaba de subrayar lo a punto que había estado de dárselo a sus dos hijos, para que a propósito de unas tareas escolares se ilustraran sobre un tema que a todos –o casi todos, mejor– inquieta en tan liberales tiempos.
Hernández Montoya es, sépalo de una vez, nadie menos que el presidente del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg.
Es licenciado en letras de la UCV. Columnista. Miembro del Consejo de Redacción de Venezuela Analítica y de la dirección editorial de Imagen. Fue presidente-fundador de la Asociación Venezolana de Editores y director de la Editorial del Ateneo de Caracas.
Todo un erudito, pues. Un hombre faculto, dirían en el campo. Muchos de sus análisis reflejan su clara identidad con el régimen, y eso, a decir verdad, aunque es algo muy extraño en un pensador, ha de respetársele por entero. Ese, aceptemos, es un asunto muy suyo. Por lo demás, nadie es perfecto.
No obstante, forma parte de la información prevenir que se trata de un ideólogo del régimen. “Todo sugiere que el del 11 de abril de 2002 fue un golpe mediático”, le leímos hace algún tiempo. Encima, conduce un programa semanal en VTV, y eso, ¿verdad?, sí determina por dónde cojea, derecho que, cabe acotar, es también de su exclusiva incumbencia.
El libro (500.000 ejemplares, distribución gratuita), es editado –oído al tambor– por el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes y el Consejo Nacional de Cultura. En la parte inferior de la contraportada hay un logo con la machacada consigna: “Gobierno Bolivariano, Venezuela ahora es de todos”.
¡Ahora es de todos…! ¿Lo podrán decir sin soltar la risa? ¡A que no!
III
De entrada, el libro en cuestión nos advierte que su impresión es una finura de la Biblioteca Básica Temática, “como un aporte significativo del Estado venezolano al enriquecimiento cultural de la población”. Su altruista cometido, dice allí, es propiciar “el talento crítico, constructivo, creador y transformador de la comunidad”.
Veamos, entonces, cómo.
La obra comienza con una cita de Tomas Szasz, que, según apunta agradecido el autor, se la debe a la Dra. Asia Villegas, de la Defensoría del Pueblo.
Szasz opina que “las sustancias que llamamos drogas son simplemente productos de la naturaleza”, para preguntarse unos renglones más adelante: “Entonces, ¿cómo los seres humanos pueden declarar la Guerra contra las Drogas?”
Hernández Montoya hace alusión, en la página 12, al carácter sagrado del vino, como representación de la sangre de Cristo, y enseguida aterriza en la conclusión de que “sin embargo, en estos años seudohigiénicos se nos quiere hacer pensar que las drogas fueron creadas por bandas de bellacos”.
Lean esto:
“El vino es una sustancia sagrada creada por Dionisios o Baco. Las drogas son un asunto poético y sagrado” (pág. 32).
Así, argumento tras argumento, insinuación tras insinuación, se le va dando a la droga una configuración dulzona, espiritual, inocente, romántica, rescatándola del satanizado y falsario lodo al que la han lanzado una “prensa sensacionalista, escandalosa”, una sociedad pacata y gobiernos, el de Estado Unidos de primero, que han incurrido en el racismo de prohibir “las también llamadas drogas recreativas”.
No se para ahí:
“La prohibición de la mayoría de estas drogas fue una iniciativa racista y xenófoba de los sectores más conservadores de los Estados Unidos (…) Parece que no tuvieran más nada qué hacer”.
No hay, en el libro, ninguna alusión a los efectos secundarios de la droga, ninguna intención preventiva. Ningún reparo a su uso. Se omite allí, bordeándola con esquivez, toda referencia a los comprobados efectos de los estupefacientes, como el que producen en el sistema nervioso central, considerada la estructura más importante del ser humano.
No encontrará usted tampoco por ninguna parte menciones a las tendencias suicidas que acompañan la adicción. Ni a su toxicidad. La pérdida de valores. La aflicción del cuadro familiar. La ruptura social. Los dolores de cabeza crónicos. La alteración de la percepción sensorial. La agitación que se torna incontrolable. La abstinencia, depresión, fatiga, alucinaciones. La propensión al delito. Ni a cómo el THC afecta a las células del cerebro encargadas de la memoria. Ni a la muerte súbita. Ni al desplome que indefectiblemente sobreviene a la euforia. El desastre, la desolación.
Eso, nos atrevemos a señalar, no es una omisión cualquiera. No es un mero olvido, una ligereza que pueda ser indultada fácilmente. No es una añadidura que aguarda por una versión ampliada y corregida del libro. Es una falta censurable viniendo de alguien con la autoridad intelectual del autor, aún más si, en época tan magra para el hacer cultural, tiene el raro privilegio de teorizar y conjeturar bajo el patrocinio editorial del Ministerio de Educación y del Consejo Nacional de la Cultura.
IV
Hernández Montoya posee el mérito de aclarar, eso sí: “No es que el narcotráfico no sea un problema. Claro que es un problema, y muy grave (…)”, pero su condena no va por ahí sino que se afinca cuando alude al capitalismo, que “arrasó con todas las creencias, todas las leyendas, todo lo divino, todo lo bendito”.
Y, en pose juiciosa, llama la atención sobre peligros más alarmantes y prioritarios aún. Sigamos:
“El llamado fumador empedernido es un adicto como cualquier otro y sufre daños incluso peores que los que causan muchas sustancias ilegales. También las sustancias legales pueden producir adicción. Es imposible comerse un solo Pringle, un solo Pirulín o una sola galleta Oreo. Son sustancias adictivas”.
(Disculpe, mi querido profesor, pero este distraído reportero no ha sabido de un solo caso en que alguien se haya comido una galleta Oreo ni un Pirulín antes de ir a atracar un banco).
Luego, cuando el autor repasa las propagandas “moralizantes” contra la droga, difiere de “esas que presentan a personas demacradas o muertas”. ¿A que no adivinan por qué?: Porque tanto quien aún no consume la droga como el consumidor veterano “pronto descubren la falsedad de las exageraciones”.
Y he aquí esta áurea cita de antología que corona su meditación:
“El verdadero rebelde no se somete a esos grandes aparatos” (pág. 79).
(Ahora uno entiende por qué acabaron con la Conacuid, por qué expulsaron a la DEA, y por qué se oponen al Plan Colombia).
Para el final, ¡fanfarrias!, el autor se reserva una donosura cumbre:
“No olvides jamás que eres una persona libre”.
Desde esta página damos las gracias más conmovidas al Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, y al CONAC, por este “aporte significativo al enriquecimiento cultural de la población”.
V
¿Cree usted que está visto todo ya? ¿Jura que no falta más por ver bajo las históricas auroras de esta revolución bonita? Se equivoca de plano.
El otro texto espeluznante que nos ocupa es la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela, número 38.160, de fecha 17 de enero de 2005.
Con un asombro idéntico al de la madre que nos lanzó vacilante las cien páginas del libro antes citado, apenas unas horas más tarde un ejemplar de este documento oficial nos fue facilitado por el profesor Luis Bello, un maestro y un ciudadano de esa especie en extinción ante la cual uno se siente motivado a quitarse el sombrero.
En esa Gaceta se da cuenta de las resoluciones del, ¡otra vez!, Ministerio de Educación y Deportes, mediante las cuales se fijan las normas para el funcionamiento de los Centros de Educación Inicial (oficiales y privados), a donde deberán ser llevados, con carácter obligatorio, “los niños y/o niñas, en edades comprendidas entre los cero (0) y seis (6) años, cuyo objeto es la atención pedagógica y la prestación de servicios sociales o desarrollo de programas en las áreas de salud, nutrición, asistencia legal, recreación y otros, que garanticen la educación integral y de calidad, con la participación de la familia y la comunidad”.
Sin perder de vista los antecedentes y el afán de perpetuidad del régimen que toma esta iniciativa (en forma reiterada voces oficiales sugieren la pertinencia de “moldear” el carácter o personalidad del nuevo hombre), ni, dejar de valorar, por cierto, el atrevimiento de hacer suyos, o al menos divulgar, ideas como las ya anotadas respecto del flagelo de las drogas, es menester hacer hincapié en algo que nos recalcó la licenciada Yajaira Herrera, educadora activa, con 36 años de ejercicio profesional.
Es que –tampoco ella ocultó su angustia–, se trata de “depositar” o “abandonar” en esos centros a niños a partir del momento mismo de su nacimiento (desde 0 años, dice la norma), sin establecer en ningún momento cuestiones tan elementales como en qué momento la madre podrá amamantar a la criatura, ni observarla, o qué hará si ha parido mediante cesárea y por tanto se ve obligada a prolongar su estadía en el hospital. “Eso queda en el aire”, nos dice la experimentada pedagoga.
La resolución insiste en un principio o regla: el control que, primeramente, de manera centralizada, rígida, ejercerá “la autoridad educativa”, es decir, el Estado.
–Se trata de la desvinculación del niño, a edad tan tierna, con la familia, que es así relegada a un segundo o tercer plano. ¿Cómo queda ese acatado principio, incluso constitucional, según el cual la familia es el núcleo de la sociedad?–, plantea la profesora Herrera.
En cada Centro de Educación Inicial habrá un docente con nueve niños.
–Cualquier madre querrá saber cómo hará un docente para atender debidamente a nueve niños a la vez, algunos de ellos recién nacidos.
El artículo 23 de la resolución establece que quienes hayan sido autorizados para la creación de un Centro de Educación Inicial, “están obligados a impedir” entre otros hechos, “la intervención de los propietarios o responsables en aspectos relativos a la administración educativa del Centro, salvo que formen parte del personal directivo y tengan competencia para ello”.
–Es decir, yo observo algo inadecuado en la formación de mi hijo, y no puedo entrar–, ejemplifica la profesora.
También la norma niega “el uso de artificios o medios capaces de engañar o sorprender la buena fe de padres o representantes”.
¿A qué se adelantan con esto?
En el fondo, descubre la profesora, estamos frente a una grave “distorsión”, ante una disimulada pérdida de la patria potestad por parte de los padres, especialmente de los muy pobres o de las madres solteras. El Estado asume un papel “rector”. Es la autoridad. Es el dueño.
La tarea de escribir en relación a las peripecias de este gobierno, con frecuencia adquiere una notable semejanza con la ciencia ficción.
La diaria avalancha de versiones, superpuestas de lunes a domingo una sobre otra, en lo tocante a los planes y argumentos de un régimen tan ocurrente como perturbado, llega a ovillar una sarta tan descabellada de atolondramientos y despropósitos, que todo cronista no comprometido pareciera condenado a lucir recargado, o exagerado, en sus apreciaciones.
Cuando hace apenas un puñado de meses revelamos en esta columna el proyecto, matrizado en La Habana, de convertir a la FAN en una milicia popular, fueron muy pocos quienes no fruncieron el ceño, incrédulos.
¿Qué se va a eliminar la medicina privada? ¡Por favor!
Y, además, ¿que se pretendía redistribuir la propiedad inmobiliaria, consolidar todas las policías estadales y municipales bajo un solo comando, penalizar con cárcel la tenencia de divisas en papel moneda y nacionalizar la propiedad privada? La entrega del pasaporte estará sujeta a la discrecionalidad de las autoridades competentes, anotamos. ¡Ahora cuéntame una de vaqueros! –habrá reaccionado con todo derecho el bienintencionado lector.
II
En mis manos han caído, de un solo golpe, dos textos que me espantaron el sueño.
Uno es un libro en edición de bolsillo, de casi cien páginas, del cual es autor el ensayista Roberto Hernández Montoya. Se titula “Más adicto será usted”.
Me lo entregó, boquiabierta, una madre que no dejaba de subrayar lo a punto que había estado de dárselo a sus dos hijos, para que a propósito de unas tareas escolares se ilustraran sobre un tema que a todos –o casi todos, mejor– inquieta en tan liberales tiempos.
Hernández Montoya es, sépalo de una vez, nadie menos que el presidente del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg.
Es licenciado en letras de la UCV. Columnista. Miembro del Consejo de Redacción de Venezuela Analítica y de la dirección editorial de Imagen. Fue presidente-fundador de la Asociación Venezolana de Editores y director de la Editorial del Ateneo de Caracas.
Todo un erudito, pues. Un hombre faculto, dirían en el campo. Muchos de sus análisis reflejan su clara identidad con el régimen, y eso, a decir verdad, aunque es algo muy extraño en un pensador, ha de respetársele por entero. Ese, aceptemos, es un asunto muy suyo. Por lo demás, nadie es perfecto.
No obstante, forma parte de la información prevenir que se trata de un ideólogo del régimen. “Todo sugiere que el del 11 de abril de 2002 fue un golpe mediático”, le leímos hace algún tiempo. Encima, conduce un programa semanal en VTV, y eso, ¿verdad?, sí determina por dónde cojea, derecho que, cabe acotar, es también de su exclusiva incumbencia.
El libro (500.000 ejemplares, distribución gratuita), es editado –oído al tambor– por el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes y el Consejo Nacional de Cultura. En la parte inferior de la contraportada hay un logo con la machacada consigna: “Gobierno Bolivariano, Venezuela ahora es de todos”.
¡Ahora es de todos…! ¿Lo podrán decir sin soltar la risa? ¡A que no!
III
De entrada, el libro en cuestión nos advierte que su impresión es una finura de la Biblioteca Básica Temática, “como un aporte significativo del Estado venezolano al enriquecimiento cultural de la población”. Su altruista cometido, dice allí, es propiciar “el talento crítico, constructivo, creador y transformador de la comunidad”.
Veamos, entonces, cómo.
La obra comienza con una cita de Tomas Szasz, que, según apunta agradecido el autor, se la debe a la Dra. Asia Villegas, de la Defensoría del Pueblo.
Szasz opina que “las sustancias que llamamos drogas son simplemente productos de la naturaleza”, para preguntarse unos renglones más adelante: “Entonces, ¿cómo los seres humanos pueden declarar la Guerra contra las Drogas?”
Hernández Montoya hace alusión, en la página 12, al carácter sagrado del vino, como representación de la sangre de Cristo, y enseguida aterriza en la conclusión de que “sin embargo, en estos años seudohigiénicos se nos quiere hacer pensar que las drogas fueron creadas por bandas de bellacos”.
Lean esto:
“El vino es una sustancia sagrada creada por Dionisios o Baco. Las drogas son un asunto poético y sagrado” (pág. 32).
Así, argumento tras argumento, insinuación tras insinuación, se le va dando a la droga una configuración dulzona, espiritual, inocente, romántica, rescatándola del satanizado y falsario lodo al que la han lanzado una “prensa sensacionalista, escandalosa”, una sociedad pacata y gobiernos, el de Estado Unidos de primero, que han incurrido en el racismo de prohibir “las también llamadas drogas recreativas”.
No se para ahí:
“La prohibición de la mayoría de estas drogas fue una iniciativa racista y xenófoba de los sectores más conservadores de los Estados Unidos (…) Parece que no tuvieran más nada qué hacer”.
No hay, en el libro, ninguna alusión a los efectos secundarios de la droga, ninguna intención preventiva. Ningún reparo a su uso. Se omite allí, bordeándola con esquivez, toda referencia a los comprobados efectos de los estupefacientes, como el que producen en el sistema nervioso central, considerada la estructura más importante del ser humano.
No encontrará usted tampoco por ninguna parte menciones a las tendencias suicidas que acompañan la adicción. Ni a su toxicidad. La pérdida de valores. La aflicción del cuadro familiar. La ruptura social. Los dolores de cabeza crónicos. La alteración de la percepción sensorial. La agitación que se torna incontrolable. La abstinencia, depresión, fatiga, alucinaciones. La propensión al delito. Ni a cómo el THC afecta a las células del cerebro encargadas de la memoria. Ni a la muerte súbita. Ni al desplome que indefectiblemente sobreviene a la euforia. El desastre, la desolación.
Eso, nos atrevemos a señalar, no es una omisión cualquiera. No es un mero olvido, una ligereza que pueda ser indultada fácilmente. No es una añadidura que aguarda por una versión ampliada y corregida del libro. Es una falta censurable viniendo de alguien con la autoridad intelectual del autor, aún más si, en época tan magra para el hacer cultural, tiene el raro privilegio de teorizar y conjeturar bajo el patrocinio editorial del Ministerio de Educación y del Consejo Nacional de la Cultura.
IV
Hernández Montoya posee el mérito de aclarar, eso sí: “No es que el narcotráfico no sea un problema. Claro que es un problema, y muy grave (…)”, pero su condena no va por ahí sino que se afinca cuando alude al capitalismo, que “arrasó con todas las creencias, todas las leyendas, todo lo divino, todo lo bendito”.
Y, en pose juiciosa, llama la atención sobre peligros más alarmantes y prioritarios aún. Sigamos:
“El llamado fumador empedernido es un adicto como cualquier otro y sufre daños incluso peores que los que causan muchas sustancias ilegales. También las sustancias legales pueden producir adicción. Es imposible comerse un solo Pringle, un solo Pirulín o una sola galleta Oreo. Son sustancias adictivas”.
(Disculpe, mi querido profesor, pero este distraído reportero no ha sabido de un solo caso en que alguien se haya comido una galleta Oreo ni un Pirulín antes de ir a atracar un banco).
Luego, cuando el autor repasa las propagandas “moralizantes” contra la droga, difiere de “esas que presentan a personas demacradas o muertas”. ¿A que no adivinan por qué?: Porque tanto quien aún no consume la droga como el consumidor veterano “pronto descubren la falsedad de las exageraciones”.
Y he aquí esta áurea cita de antología que corona su meditación:
“El verdadero rebelde no se somete a esos grandes aparatos” (pág. 79).
(Ahora uno entiende por qué acabaron con la Conacuid, por qué expulsaron a la DEA, y por qué se oponen al Plan Colombia).
Para el final, ¡fanfarrias!, el autor se reserva una donosura cumbre:
“No olvides jamás que eres una persona libre”.
Desde esta página damos las gracias más conmovidas al Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, y al CONAC, por este “aporte significativo al enriquecimiento cultural de la población”.
V
¿Cree usted que está visto todo ya? ¿Jura que no falta más por ver bajo las históricas auroras de esta revolución bonita? Se equivoca de plano.
El otro texto espeluznante que nos ocupa es la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela, número 38.160, de fecha 17 de enero de 2005.
Con un asombro idéntico al de la madre que nos lanzó vacilante las cien páginas del libro antes citado, apenas unas horas más tarde un ejemplar de este documento oficial nos fue facilitado por el profesor Luis Bello, un maestro y un ciudadano de esa especie en extinción ante la cual uno se siente motivado a quitarse el sombrero.
En esa Gaceta se da cuenta de las resoluciones del, ¡otra vez!, Ministerio de Educación y Deportes, mediante las cuales se fijan las normas para el funcionamiento de los Centros de Educación Inicial (oficiales y privados), a donde deberán ser llevados, con carácter obligatorio, “los niños y/o niñas, en edades comprendidas entre los cero (0) y seis (6) años, cuyo objeto es la atención pedagógica y la prestación de servicios sociales o desarrollo de programas en las áreas de salud, nutrición, asistencia legal, recreación y otros, que garanticen la educación integral y de calidad, con la participación de la familia y la comunidad”.
Sin perder de vista los antecedentes y el afán de perpetuidad del régimen que toma esta iniciativa (en forma reiterada voces oficiales sugieren la pertinencia de “moldear” el carácter o personalidad del nuevo hombre), ni, dejar de valorar, por cierto, el atrevimiento de hacer suyos, o al menos divulgar, ideas como las ya anotadas respecto del flagelo de las drogas, es menester hacer hincapié en algo que nos recalcó la licenciada Yajaira Herrera, educadora activa, con 36 años de ejercicio profesional.
Es que –tampoco ella ocultó su angustia–, se trata de “depositar” o “abandonar” en esos centros a niños a partir del momento mismo de su nacimiento (desde 0 años, dice la norma), sin establecer en ningún momento cuestiones tan elementales como en qué momento la madre podrá amamantar a la criatura, ni observarla, o qué hará si ha parido mediante cesárea y por tanto se ve obligada a prolongar su estadía en el hospital. “Eso queda en el aire”, nos dice la experimentada pedagoga.
La resolución insiste en un principio o regla: el control que, primeramente, de manera centralizada, rígida, ejercerá “la autoridad educativa”, es decir, el Estado.
–Se trata de la desvinculación del niño, a edad tan tierna, con la familia, que es así relegada a un segundo o tercer plano. ¿Cómo queda ese acatado principio, incluso constitucional, según el cual la familia es el núcleo de la sociedad?–, plantea la profesora Herrera.
En cada Centro de Educación Inicial habrá un docente con nueve niños.
–Cualquier madre querrá saber cómo hará un docente para atender debidamente a nueve niños a la vez, algunos de ellos recién nacidos.
El artículo 23 de la resolución establece que quienes hayan sido autorizados para la creación de un Centro de Educación Inicial, “están obligados a impedir” entre otros hechos, “la intervención de los propietarios o responsables en aspectos relativos a la administración educativa del Centro, salvo que formen parte del personal directivo y tengan competencia para ello”.
–Es decir, yo observo algo inadecuado en la formación de mi hijo, y no puedo entrar–, ejemplifica la profesora.
También la norma niega “el uso de artificios o medios capaces de engañar o sorprender la buena fe de padres o representantes”.
¿A qué se adelantan con esto?
En el fondo, descubre la profesora, estamos frente a una grave “distorsión”, ante una disimulada pérdida de la patria potestad por parte de los padres, especialmente de los muy pobres o de las madres solteras. El Estado asume un papel “rector”. Es la autoridad. Es el dueño.
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