jueves, 5 de abril de 2007

Un Nobel a lo Bizarro

Cuando los que mandan
pierden la vergüenza,
los que obedecen
pierden el respeto


(A Linda Loaiza López, dedico.
Nadie, mejor que ella, encarna
la imagen de una nación
violada, saqueada y despojada)


Depende de cómo se mire, sufrimos un gran defecto, o nos adorna una gran virtud.
Se trata del descreimiento, de una monumental falta de fe. Un recelo mortal nos empuja a desconfiar en estos días hasta de nuestra propia sombra.
Deberá pasar mucho tiempo para que el venezolano vuelva a creer con fuerza y entrega en algo, o en alguien.
Y no es para menos. Se ha arruinado de un todo el ya maltrecho prestigio de instituciones fundamentales, sincronizadas mediante hilos que las empantanan en los mismos vicios y bajezas. De la justicia sólo cabe esperar la sentencia deletreada desde el poder.
La expresión del voto, la posibilidad de elegir y que esa decisión sea acatada, no es ahora más que necia ficción, mero ejercicio de imbéciles. Que sigan perdiendo libremente su tiempo quienes se ofrecen a perforar la roca viva y construir un túnel, blandiendo con dispendio de elegancia un esterilizado cortaúñas.
Al gobierno poco, o nada, le importa exhibir en su frente el sello del fraude, el dolo y la ilegitimidad, con tal de mantenerse en el poder y aprovecharse hasta el hartazgo de sus excesos y privilegios.
El liderazgo opositor falló una vez más en el instante crucial. Por mucho, no dio la talla (algunos de ellos en forma por demás sospechosa de traición). Al dueño de la tarima le faltó estatura, coraje. Arrugó. Abortó con miserable cobardía la solemne esperanza depositada por millones cuando ya era bastante tarde para poner en su lugar a capitanes de verdad.
El colmo de los desengaños fue descubrir –y sufrir en carne propia– para qué tipo de oprobios universales puede servir la OEA y qué clase de indecibles vilezas llega a cometer todo un… ¡Premio Nóbel de la Paz!
Un aberrante contrasentido nos hizo ver cómo en precisables escenarios internacionales subastaban el destino de un país agónicamente aferrado a la fuerza de su solitaria razón, devoto de un civismo al que de manera interesada se lo quiso confundir con la vacilación, la poquedad, la timidez. Nos volvimos temerosos de hacer valer nuestros derechos. Así, fuimos forzados a presenciar callados cómo el presidente de los Estados Unidos, George Bush, y el dictador de Cuba, Fidel Castro, despreciado uno, e idolatrado el otro, coincidían, ambos, en ratificar de manitas agarradas al déspota de aquí, con los ojos puestos y las garras hundidas en un mismo y pragmático motivo: el petróleo.
Jimmy Carter, el "hombre del puño de hierro y la persuasión sutil", o, mejor, "el chantajista sonriente", bendijo complacido el negocio y la emboscada electrónica con la callosa pericia de quien ha perdido la cuenta de los fraudes electorales que, tras su tramposa fachada humanitaria, ha validado; las intervenciones militares que ha vitoreado; y las dictaduras que ha sostenido.
James Petras ha escrito que Carter es "callado maestro en mezclar una retórica democrática con la vil manipulación de demócratas susceptibles, que lo suponen afín a su visión de la democracia. Los medios masivos internacionales difunden sus viajes a países en conflicto, hacen el recuento de sus cruzadas a favor de los 'derechos humanos', y logran que parezca democrático".
Así, en 1990 no se le aguaron los ojos al avalar en la República Dominicana el "triunfo" de Joaquín Balaguer sobre Juan Bosch, pese a que –a falta de Smartmatic– se produjo un masivo robo físico de urnas electorales y Carter fue impuesto del testimonio de decenas de fotografías en las que seguidores de "malaguer" –como lo llamaban sus detractores– aparecían lanzando al río miles de boletas.
Carter admitió el fraude, es verdad, pero, acto seguido, en prueba de su primorosa sensibilidad, exigió a Bosch aceptar los resultados "con tal de evitar una guerra civil".
En Haití, ese mismo año, repitió la cínica receta. Recomendó en privado al sacerdote Jean Bertrand Aristide, a quien las encuestas señalaban con el 70% de las preferencias, que declinara a favor de Marc Bazin, un ex funcionario del Banco Mundial. "Todo, entienda usted, mi querido padrecito, para que no haya un baño de sangre".
Ni hablar de Nicaragua, donde en 1978 llegó carta del entonces presidente Carter, dirigida a Anastasio Somoza, a objeto de reconocerle sus "iniciativas a favor de los derechos humanos". Para leer aquella esquela procedente de la Casa Blanca, sin duda el dictador debió interrumpir el entretenido examen de los informes que daban cuenta de los sangrientos bombardeos ordenados por él contra las ciudades del interior que le ofrecían heroica resistencia.
En los términos de esta burlesca epopeya revolucionaria que nos ha secuestrado como sus pasajeros a los venezolanos de esta hora, el hecho de que el Premio Nobel haya sido creado por el inventor de la dinamita, en algo debió prevenirnos.
Pero la asociación de la imagen del viejo y bueno Alfred Nobel con el milagro de la pólvora, no autoriza el fulminante ultraje perpetrado a su memoria. ¿No dispuso él en su testamento que el galardón debía ser entregado, cada año, a personalidades destacadas "en la defensa de los valores de la paz y los derechos humanos?"
Y, por lo que se ve, Carter no es el único coleado.
Un antropólogo estadounidense, David Stoll, hizo una descarnada enumeración de las "exageraciones, invenciones o falsedades" que Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz 1992, se colgara sobre ella misma en un libro autobiográfico, nueve años antes.
Según el investigador, la Menchú se apropia de experiencias ajenas y se hace pasar como testigo de hechos diversos que ocurren a lo largo de los 36 años de la guerra interna de Guatemala, la cual tuvo el pavoroso saldo de 100.000 muertos, 40.000 desaparecidos y 200.000 huérfanos.
Stoll plantea entre otras perlas que una supuesta batalla contra terratenientes fue en verdad una disputa familiar entre su padre y parientes; que no existió un hermano menor de Rigoberta que muriera de desnutrición, pues Nicolás Tum, el personaje aludido por ella, vive sano y salvo; y tampoco parece cierto que otro de sus hermanos, Patrocinio, haya sido quemado vivo a mano de soldados mientras sus parientes eran obligados a presenciarlo.
Sin embargo, la leyenda que la Menchú generosamente se habría fabricado, no deja de ser un pálido o soso atrevimiento si se lo compara con la gloria pacifista del mismísimo Henry Kissinger, Premio Nobel de la Paz 1973.
Los documentos desclasificados de la CIA revelan que el primer Secretario de Estado no nacido en los Estados Unidos, mintió gruesamente al afirmar que Salvador Allende cayó solito, sin su clemente ayuda.
"Un estadista como asesino a contrata", lo bautiza el ensayista inglés Christopher Hitchens, quien pasa acuciosa revista por las andanzas de Kissinger en Vietnam (sabotaje en 1968 de las conversaciones de paz entre Estados Unidos, Vietnam del Sur y Vietnam del Norte), Chile (desestabilización, secuestro y asesinatos orientados a provocar un golpe militar), Irak (traición a los kurdos), Sudáfrica (encubrimiento político, militar y diplomático de las atrocidades del apartheid; Irán (protección a la represiva dinastía de los Pahlavi), Bangladesh, Chipre, Timor Oriental (invadido por Indonesia al día siguiente de la visita de Ford y Kissinger a éste país, con saldo de 200.000 muertes.)
Todo para concluir que Kissinger debía ser formalmente acusado en la Corte Penal Internacional, como Milosevic, por crímenes contra la humanidad, además de "crímenes de guerra, crímenes contra leyes nacionales e internacionales, y conspiración para cometer asesinatos, secuestro y tortura".
Los países, se ha dicho por allí, no tienen relaciones sino intereses.
Eso tiene un antecedente escalofriante, con Kim Dae Jum, el de la "política de la luz".
Este Premio Nobel de la Paz 2000, es, dicho sin sarcasmo esta vez, un humanista, un luchador inquebrantable en la defensa de los derechos humanos y la democracia.
Ganó la presidencia de Corea del Sur en 1997, tras una década marcada por la persecución, la tortura, el encarcelamiento y las condenas a muerte.
Un grupo de mujeres, ya viejas, reclutadas para ser sometidas como esclavas sexuales por el ejército japonés durante la II Guerra Mundial, lo puso a prueba.
Protestaron durante 324 semanas seguidas frente a la embajada japonesa.
Lo hacían simplemente por reparar la dignidad herida: sólo pedían que el gobierno nipón se excusara ante ellas, que insinuara alguna señal de arrepentimiento.
"Sólo quiero que los japoneses me den una disculpa pública. No me interesa el dinero. ¿Qué se puede hacer con el dinero a esta edad?", protestaban.
Una de aquellas ancianas dijo mientras se palpaba las piernas:
"No hay manta que pueda quitarme el frío que padecí en Manchuria, o el dolor de mis huesos. Nadie puede quitarme esa marca que tatuaron los japoneses en mi hombro para señalar mi condición de esclava. Por eso vengo aquí a demandar una disculpa oficial".
Moon Pil-gi, como otras 200.000 mujeres de toda Asia, fue llevada bajo engaño a servir en los burdeles militares japoneses.
Confesó haber sido forzada a mantener relaciones sexuales con diez hombres por día, y los fines de semana con cincuenta o sesenta soldados. Según los relatos otras mujeres fueron usadas hasta por ochenta hombres diarios.
Uno de los ministros del más tarde Premio Nobel de la Paz, negó la existencia de las esclavas sexuales. Y el Presidente mismo, a juicio de las víctimas, incurrió en el grave error de pensar que indemnizándolas resolvía el problema. "Cree que es asunto de dinero. ¿Y las disculpas de Japón?", insistían las mujeres.
No vale sonrojarse, entre nosotros, a quienes observan imperturbables el drama de Linda Loaiza López y su desgarrada imploración de justicia.
(¿No se respiraba en el país la sensación generalizada, aquella fúnebre madrugada del 16 de agosto, de haber sido reducidos en masa a una violación que nos vaciaba y oprimía hasta la náusea, el desamparo y la tristeza más absoluta e irreparable?)
Ni se sofoquen hipócritamente tampoco quienes pedían "pasar la página" apenas horas después del fraude, y ahora se desviven, merecedores de toda sospecha, por entusiasmarnos a ir en dócil fila a otro degolladero electoral, sólo para encaramarlos a ellos en las sillas que el tirano tenga a bien conceder.
Vistos los depravados méritos de Carter y de Kissinger, me apresuro a postular ante la Academia de Oslo, Noruega, también al enigmático César Gaviria y al perturbado siquiatra Jorge Rodríguez, junto al indescifrable Francisco Arias Cárdenas y la directiva nacional de AD, partido que ha devenido en una grotesca sombra de lo que ciertamente una vez fue. ¿No deja en evidencia su formal aval al fraude y a los criminales guisados del CNE, el hecho de que sea precisamente su representante, quien tarda en renunciar al directorio de esa máquina de engaños? ¿Acaso lo hará? ¿Seguirá disparándole "votos salvados" a cada monstruosidad impuesta? ¡Merecen todos su Nobel a lo Bizarro!
Y que, por piedad, no se quede fuera el irreductible opositor Claudio Fermín, a quien su esclarecida vocación terciadora le movió a adelantarse a reconocer en el canal 8 el triunfo de Chávez, negar la trampa y aceptar obsequioso el diálogo, "útil", ensaliva él, y "una excelente oportunidad para promover coincidencias".
¿Útil para qué, señor? ¿De qué clase de "coincidencias" habla usted?
En lugar de denunciar al opresor y sus inmoralidades, Fermín, con calculado candor, le ha pedido que sea "magnánimo".
¡Trasvesti del disimulo y de la bellaquería refinada!

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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela