Los que niegan la libertad
a los demás
no se la merecen
ellos mismos
Abraham Lincoln
Ante la mujer venezolana es justo quitarse el sombrero. E inclinarnos, sin complejos.
Para sumar fuerzas al espíritu, en los trances de flaquezas, como el actual, es preciso hablar con ellas. Y, sobre todo, oírlas. Observarlas.
Nuestra historia relativamente remota –en Guerras y en tiempos de democracia incipiente– abunda en ejemplos de heroínas del todo admirables.
Ahora mismo hay, por allí, algunas gladiadoras que han salido en defensa de libertades fundamentales amenazadas. Anónimas por el momento, los registros de la historia que por estos días se escribe, les hará, sin duda, magnánima justicia.
Se les ve dispersas, resueltas, indoblegables, prestas a marchar, cacerolear, gritar su frustración, o arriesgarse de primeras en el caos de la confusión, y como el que más. De frente. Sin mirar atrás.
Los científicos y expertos en conducta humana tendrán que aclarar qué las hace tan intrépidas. Tan temerarias. Tan menos dadas a medir o valorar riesgos. Son más honestas, porque para la lucha les basta su íntima convicción moral.
A Luisa Cáceres de Arismendi, en los albores del siglo XIX venezolano, no la doblegó la cárcel. Ni la tortura. Ni la dolorosa muerte de su hija.
Se trata de un fenómeno universal. Esa misma semilla rebelde, con nombre de mujer, brotó a fines del mismo siglo en un pueblo llamado Zamosc, en Polonia oriental, sometida entonces al imperio de los zares.
Era Rosa Luxemburgo. Revolucionaria, fundadora del Partido Comunista Alemán, fue deportada y sentenciada numerosas veces a prisión, hasta que un soldado le destrozó el cráneo con la culata de su fusil, para que su cadáver fuera arrojado a las profundidades de un sucio canal.
Uno de sus arrestos, durante nueve meses, fue bajo el cargo de "insultar al Káiser". Al cumplir otra condena posterior, a causa de sus ideas, salió directo de la cárcel a intervenir en un mitin en el cual ratificó uno a uno sus intactos pensamientos.
También su conciencia le llevó a discrepar de Lenin sobre su modelo de sociedad ideal.
Esto se atrevió a decirle ella al líder ruso:
“La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente.”
Ante uno de los principales constructores de la cortina de hierro, la célebre Rosa polaca abogó sin cobardía por “una libertad de prensa y una libertad de reunión ilimitadas”.
¡Qué suma de agallas, y de corazón!
En ella pensé una tarde de estas, en el curso de una marcha opositora que confluyó en la Catedral barquisimetana.
De entre la abigarrada multitud que en su avance coreaba consignas y ondeaba banderas, de improviso se hizo un caprichoso claro y surgió la figura decente, serena, sin mayores pretensiones, de doña Dori Parra de Orellana.
Sonreía, con paso lento pero seguro. Alzaba una banderita tricolor. A sus casi ¿80? años, los imborrables vejámenes de la dictadura perezjimenista que la encarceló y torturó con saña, así como el rigor de un largo y accidentado liderazgo partidista, no minaban para nada su talante, no menguaban en un ápice la envergadura de su carismática personalidad.
Tuvo mando e influencias a montón. Gobernó cuando su partido llenaba todos los espacios. Fue senadora, luego concejal –me cupo el honor de compartir una curul con ella–, y cuando lo decidió pudo regresar a la vida normal, sin mancha alguna en su honra.
Pero, debe subrayarse, las mujeres íntegras y valientes no son, por mucho, casos de excepción.
El sábado pasado, en la noche, un foro a cielo abierto organizado por los vecinos en el estacionamiento del Centro Comercial Los Cardones, fue testigo de la intervención de una señora de Cabudare, esposa de un trabajador petrolero despedido.
El tema a tratar era el de la Ley Mordaza. Ley maldita la llamó alguien.
Ella, una dama menuda, se colocó frente al auditorio, tomó el micrófono, habló de su ardiente activismo democrático y de las consecuencias que ello le ha traído: frente a su casa instalaron un comité que la vigila. Una especie de CDR cubano, que hostiga impunemente a su familia a toda hora.
Acusan a su esposo de formar parte de los apátridas de los que durante el paro habló el Presidente en cadena, encargados, según su estrambótica versión, de sabotear a PDVSA a control remoto, con el auxilio de las computadoras. Ciertamente, como ella misma lo dijo, el horror no radica en que Chávez lo haya dicho, sino en que haya quien, bajo los narcotizantes efectos del fanatismo, crea y haga suyo semejante disparate.
No obstante, ella no estaba allí para quejarse, ni para infundir lástima. Ni siquiera para dárselas de mártir. No reclamaba la erección de un monumento que la inmortalice.
¡No! Sólo quería saber en qué sería útil. Y cuándo. ¿Qué es lo que vamos a hacer?, preguntó, cual soldado listo ya con sus aparejos, en procura de acometer una ansiada e inaplazable misión.
Y Olfa, otra mujer, madre también, al disertar con casto aliento tras sus gruesos lentes emocionó a todos los presentes con una urgente incitación a no callar. A no desmayar.
La vi erguirse y recomponer su aplomo cuando le respondí algo en lo que creo con furiosa sinceridad:
“En estos momentos es criminal vacilar, y tener miedo. ¡No tenemos derecho a flaquear!”
Le recordé las palabras que ese mismo día en la mañana, en otro foro en el MAS sobre la Ley liberticida, pronunció un dirigente de base de ese partido. Él confió que un familiar cercano, al llamarle la atención sobre los riesgos que corría al hacer constante propaganda antichavista, le increpó así:
–¿Es que no piensas en tus hijos?
Y dice el hombre que le respondió:
–Precisamente, pensando en ellos es que lo hago.
En el foro de Los Cardones, una elegante dama sin tacha compartía el panel con el colega Alfredo Álvarez, el radiodifusor Manuel Ferrer y yo.
Era Gelly del Moral. Locutora. Dueña de una estación de radio. Pudiera ella, una mujer realizada, olvidarse tranquilamente de todo este drama, y hundirse, quizá en el exterior, en la vida muelle que su rango social le garantiza.
Pero, admirada y acatada por muchos, optó por la senda más difícil.
Su voz y prestigio los ha puesto al servicio militante de los valores y principios de una democracia que es sepultada, día a día, y con escandaloso cinismo, por un régimen con vocación autocrática revestido de muy precaria y postiza legalidad.
Cada mediodía, la emisora Zeta recoge su palabra insobornable. Su compromiso inalterado.
Tal conducta le ha acarreado incursiones del hampa aparentemente dirigidas, en el seno de su propio hogar, al igual que amenazas, acosos descarados, maniobras políticas para descalificarla.
En tanto, ¿qué luminosa curiosidad hace que otra mujer, igualmente perseguida y contra quien atentaron físicamente hace unos meses, lleve la batuta de una pertinaz probidad, y de un combate insomne contra la corrupción, dentro de la Cámara Municipal de Iribarren?
Oly Mendoza, llana, sensible y generosa, pertenece con creces a esta misma estirpe heroica en tiempos de perturbada revolución, en cuyas manos, es de jurarse, la patria no se perderá.
Ella pudiera gritar, junto a Herbert Spencer, que nadie puede ser perfectamente libre hasta que todos lo sean.
Bien, que su nombre sea anotado clara y legiblemente, para cuando sea llegado el momento preciso de repartir las preseas que corresponden a quienes hoy pugnan por estar en primera fila, y no escamotean su responsabilidad de cara a las futuras generaciones, ni se dejan encandilar en los pestilentes festines del rastrero acomodo y del disimulo, o de la indiferencia. De una complicidad a todas luces perversa, inmoral, inexcusable.
En la esfera empresarial, brilla la hidalga postura de la joven profesional Samira Saap, lúcida e impecable. La abogada Norma González es referencia obligada dentro de las nuevas promociones que emergen por su talento y constancia de las filas del partido Primero Justicia. En el Poder Judicial es notorio el decisivo papel de juezas y fiscales femeninas empecinadamente rectas, en el rescate de los esplendores que otrora dieran lustre al foro larense.
En el mismo pedestal, ordenaremos las figuras de la periodista Ibéyise Pacheco, de la diputada Liliana Hernández, Albis Muñoz, Cecilia Sosa, Liliana Ortega (Cofavic), Maeca López Méndez (Mujeres por la Libertad), Carolina Jaimes Branger, Estrella Castellanos (víctima de la brutalidad hipócrita), Andreína Martínez (Gente del Petróleo), Eleonora Bruzual, Laura Álvarez, Teolinda de Meléndez, Yuyita de Chiossone (AD), Yelitza Hernández (MAS-Lara), así como de todas las damas que, en los más disímiles escenarios, han desbordado hidalguía y arrojo a lo largo de toda esta sangrienta pesadilla de la cual, Dios mediante, habremos de despertar pronto. Pronto.
La barbarie no podrá. Por ahora vence, pero no convence.
Los hombres, trabajosamente, tendremos que estar a la altura. ¿O a la hora crucial deberemos apelar a la hombría de la mujer venezolana? ¿No es, así, un engañoso contrasentido lanzarle pantaletas a los militares cortesanos?
Atrevámonos, como Rosa Luxemburgo, a plantarnos frente al Káiser de esta mala hora. O, un poco más atrás, como un hombre decoroso: Emile Zola, cuando desafió con su pluma y su ejemplo al poder en Francia frente a la injusticia de condenar por “alta traición” al capitán Alfred Dreyfus, mediante pruebas forjadas. En su memorable “Yo acuso”, la desconcertante severidad de Zola rugió:
“No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los tribunales. En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. (…) Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma”.
a los demás
no se la merecen
ellos mismos
Abraham Lincoln
Ante la mujer venezolana es justo quitarse el sombrero. E inclinarnos, sin complejos.
Para sumar fuerzas al espíritu, en los trances de flaquezas, como el actual, es preciso hablar con ellas. Y, sobre todo, oírlas. Observarlas.
Nuestra historia relativamente remota –en Guerras y en tiempos de democracia incipiente– abunda en ejemplos de heroínas del todo admirables.
Ahora mismo hay, por allí, algunas gladiadoras que han salido en defensa de libertades fundamentales amenazadas. Anónimas por el momento, los registros de la historia que por estos días se escribe, les hará, sin duda, magnánima justicia.
Se les ve dispersas, resueltas, indoblegables, prestas a marchar, cacerolear, gritar su frustración, o arriesgarse de primeras en el caos de la confusión, y como el que más. De frente. Sin mirar atrás.
Los científicos y expertos en conducta humana tendrán que aclarar qué las hace tan intrépidas. Tan temerarias. Tan menos dadas a medir o valorar riesgos. Son más honestas, porque para la lucha les basta su íntima convicción moral.
A Luisa Cáceres de Arismendi, en los albores del siglo XIX venezolano, no la doblegó la cárcel. Ni la tortura. Ni la dolorosa muerte de su hija.
Se trata de un fenómeno universal. Esa misma semilla rebelde, con nombre de mujer, brotó a fines del mismo siglo en un pueblo llamado Zamosc, en Polonia oriental, sometida entonces al imperio de los zares.
Era Rosa Luxemburgo. Revolucionaria, fundadora del Partido Comunista Alemán, fue deportada y sentenciada numerosas veces a prisión, hasta que un soldado le destrozó el cráneo con la culata de su fusil, para que su cadáver fuera arrojado a las profundidades de un sucio canal.
Uno de sus arrestos, durante nueve meses, fue bajo el cargo de "insultar al Káiser". Al cumplir otra condena posterior, a causa de sus ideas, salió directo de la cárcel a intervenir en un mitin en el cual ratificó uno a uno sus intactos pensamientos.
También su conciencia le llevó a discrepar de Lenin sobre su modelo de sociedad ideal.
Esto se atrevió a decirle ella al líder ruso:
“La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente.”
Ante uno de los principales constructores de la cortina de hierro, la célebre Rosa polaca abogó sin cobardía por “una libertad de prensa y una libertad de reunión ilimitadas”.
¡Qué suma de agallas, y de corazón!
En ella pensé una tarde de estas, en el curso de una marcha opositora que confluyó en la Catedral barquisimetana.
De entre la abigarrada multitud que en su avance coreaba consignas y ondeaba banderas, de improviso se hizo un caprichoso claro y surgió la figura decente, serena, sin mayores pretensiones, de doña Dori Parra de Orellana.
Sonreía, con paso lento pero seguro. Alzaba una banderita tricolor. A sus casi ¿80? años, los imborrables vejámenes de la dictadura perezjimenista que la encarceló y torturó con saña, así como el rigor de un largo y accidentado liderazgo partidista, no minaban para nada su talante, no menguaban en un ápice la envergadura de su carismática personalidad.
Tuvo mando e influencias a montón. Gobernó cuando su partido llenaba todos los espacios. Fue senadora, luego concejal –me cupo el honor de compartir una curul con ella–, y cuando lo decidió pudo regresar a la vida normal, sin mancha alguna en su honra.
Pero, debe subrayarse, las mujeres íntegras y valientes no son, por mucho, casos de excepción.
El sábado pasado, en la noche, un foro a cielo abierto organizado por los vecinos en el estacionamiento del Centro Comercial Los Cardones, fue testigo de la intervención de una señora de Cabudare, esposa de un trabajador petrolero despedido.
El tema a tratar era el de la Ley Mordaza. Ley maldita la llamó alguien.
Ella, una dama menuda, se colocó frente al auditorio, tomó el micrófono, habló de su ardiente activismo democrático y de las consecuencias que ello le ha traído: frente a su casa instalaron un comité que la vigila. Una especie de CDR cubano, que hostiga impunemente a su familia a toda hora.
Acusan a su esposo de formar parte de los apátridas de los que durante el paro habló el Presidente en cadena, encargados, según su estrambótica versión, de sabotear a PDVSA a control remoto, con el auxilio de las computadoras. Ciertamente, como ella misma lo dijo, el horror no radica en que Chávez lo haya dicho, sino en que haya quien, bajo los narcotizantes efectos del fanatismo, crea y haga suyo semejante disparate.
No obstante, ella no estaba allí para quejarse, ni para infundir lástima. Ni siquiera para dárselas de mártir. No reclamaba la erección de un monumento que la inmortalice.
¡No! Sólo quería saber en qué sería útil. Y cuándo. ¿Qué es lo que vamos a hacer?, preguntó, cual soldado listo ya con sus aparejos, en procura de acometer una ansiada e inaplazable misión.
Y Olfa, otra mujer, madre también, al disertar con casto aliento tras sus gruesos lentes emocionó a todos los presentes con una urgente incitación a no callar. A no desmayar.
La vi erguirse y recomponer su aplomo cuando le respondí algo en lo que creo con furiosa sinceridad:
“En estos momentos es criminal vacilar, y tener miedo. ¡No tenemos derecho a flaquear!”
Le recordé las palabras que ese mismo día en la mañana, en otro foro en el MAS sobre la Ley liberticida, pronunció un dirigente de base de ese partido. Él confió que un familiar cercano, al llamarle la atención sobre los riesgos que corría al hacer constante propaganda antichavista, le increpó así:
–¿Es que no piensas en tus hijos?
Y dice el hombre que le respondió:
–Precisamente, pensando en ellos es que lo hago.
En el foro de Los Cardones, una elegante dama sin tacha compartía el panel con el colega Alfredo Álvarez, el radiodifusor Manuel Ferrer y yo.
Era Gelly del Moral. Locutora. Dueña de una estación de radio. Pudiera ella, una mujer realizada, olvidarse tranquilamente de todo este drama, y hundirse, quizá en el exterior, en la vida muelle que su rango social le garantiza.
Pero, admirada y acatada por muchos, optó por la senda más difícil.
Su voz y prestigio los ha puesto al servicio militante de los valores y principios de una democracia que es sepultada, día a día, y con escandaloso cinismo, por un régimen con vocación autocrática revestido de muy precaria y postiza legalidad.
Cada mediodía, la emisora Zeta recoge su palabra insobornable. Su compromiso inalterado.
Tal conducta le ha acarreado incursiones del hampa aparentemente dirigidas, en el seno de su propio hogar, al igual que amenazas, acosos descarados, maniobras políticas para descalificarla.
En tanto, ¿qué luminosa curiosidad hace que otra mujer, igualmente perseguida y contra quien atentaron físicamente hace unos meses, lleve la batuta de una pertinaz probidad, y de un combate insomne contra la corrupción, dentro de la Cámara Municipal de Iribarren?
Oly Mendoza, llana, sensible y generosa, pertenece con creces a esta misma estirpe heroica en tiempos de perturbada revolución, en cuyas manos, es de jurarse, la patria no se perderá.
Ella pudiera gritar, junto a Herbert Spencer, que nadie puede ser perfectamente libre hasta que todos lo sean.
Bien, que su nombre sea anotado clara y legiblemente, para cuando sea llegado el momento preciso de repartir las preseas que corresponden a quienes hoy pugnan por estar en primera fila, y no escamotean su responsabilidad de cara a las futuras generaciones, ni se dejan encandilar en los pestilentes festines del rastrero acomodo y del disimulo, o de la indiferencia. De una complicidad a todas luces perversa, inmoral, inexcusable.
En la esfera empresarial, brilla la hidalga postura de la joven profesional Samira Saap, lúcida e impecable. La abogada Norma González es referencia obligada dentro de las nuevas promociones que emergen por su talento y constancia de las filas del partido Primero Justicia. En el Poder Judicial es notorio el decisivo papel de juezas y fiscales femeninas empecinadamente rectas, en el rescate de los esplendores que otrora dieran lustre al foro larense.
En el mismo pedestal, ordenaremos las figuras de la periodista Ibéyise Pacheco, de la diputada Liliana Hernández, Albis Muñoz, Cecilia Sosa, Liliana Ortega (Cofavic), Maeca López Méndez (Mujeres por la Libertad), Carolina Jaimes Branger, Estrella Castellanos (víctima de la brutalidad hipócrita), Andreína Martínez (Gente del Petróleo), Eleonora Bruzual, Laura Álvarez, Teolinda de Meléndez, Yuyita de Chiossone (AD), Yelitza Hernández (MAS-Lara), así como de todas las damas que, en los más disímiles escenarios, han desbordado hidalguía y arrojo a lo largo de toda esta sangrienta pesadilla de la cual, Dios mediante, habremos de despertar pronto. Pronto.
La barbarie no podrá. Por ahora vence, pero no convence.
Los hombres, trabajosamente, tendremos que estar a la altura. ¿O a la hora crucial deberemos apelar a la hombría de la mujer venezolana? ¿No es, así, un engañoso contrasentido lanzarle pantaletas a los militares cortesanos?
Atrevámonos, como Rosa Luxemburgo, a plantarnos frente al Káiser de esta mala hora. O, un poco más atrás, como un hombre decoroso: Emile Zola, cuando desafió con su pluma y su ejemplo al poder en Francia frente a la injusticia de condenar por “alta traición” al capitán Alfred Dreyfus, mediante pruebas forjadas. En su memorable “Yo acuso”, la desconcertante severidad de Zola rugió:
“No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los tribunales. En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. (…) Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario