jueves, 5 de abril de 2007

Váyase, por amor a Dios

Los amores mueren de hastío, y el olvido los entierra
Jean de la Bruyere

Hace algún tiempo, el profesor Alexis Márquez Rodríguez escribió una deliciosa nota sobre la palabra mutación.
Es decir, sobre eso que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define, genéricamente, como la “acción y efecto de mudar o mudarse”.
Son los cambios que suelen ocurrir en la naturaleza. En el teatro. En los ámbitos de la biología. En el clima. En el lenguaje. En el estado de ánimo de las personas. Y gracias a Dios, también, quiérase o no, en quienes se posan sobre la silla de Miraflores.
A mi signo zodiacal, Géminis, se le achaca erróneamente, por cierto, una supuesta doble personalidad. Esto es, una capacidad mimética para fingir o simular. La verdad, y quiebro lanzas para desfacer el entuerto, es que los mellizos que simbolizan este signo, Castor y Pólux, no están allí precisamente por falsos, ni por hipócritas, sino, mire usted, por sensibles. No se trata de un ser con doble personalidad sino de dos personalidades unidas por la fuerza de una absoluta lealtad.
Aconteció que Castor fue muerto por un primo, Idas, suceso ante el cual Pólux se negó a sobrevivirle. Pero se trataba de un inmortal y a Zeus, dios al fin, se le ocurrió la brillante pero extrañísima idea de que podrían seguir viviendo juntos, aunque en adelante uno disfrutaría del día y el otro de la noche.
Todo ser humano, sufre, pues, a lo largo de su vida, alteraciones de orden físico y espiritual, impuestas por los fogonazos del tiempo, con su carga de experiencias, triunfos, fracasos, rutinas. Nunca veremos un objeto o paisaje con los mismos ojos. Por eso nos sorprendemos tanto cuando visitamos lugares que hemos recorrido e idealizado desde la niñez. Son otros los ojos. Otra la memoria. Cada vez que leamos un mismo libro tendremos vivencias y descubrimientos distintos, porque nuestra actitud ha variado. Hasta se ha escrito que nadie se baña dos veces en un mismo río. Las aguas, que siempre corren, serán otras, pero nosotros también habremos cambiado sin remedio.
Hay mutaciones hermosas, preciosas, como la que inspirara a Federico García Lorca en su romance El lenguaje de las flores, esa sublime pieza en la cual la poesía se alza más allá de la corrupta pertenencia terrena. Habla de la rosa que cuando se abre en la mañana es roja como sangre. En las tardes “blanca, con blanco de una mejilla de sal/ y cuando toca la noche / blanco cuerno de metal / y las estrellas avanzan / mientras los aires se van, / en la raya de lo oscuro / se comienza a deshojar”.
Pero, advertía el profesor Márquez Rodríguez, también hay mutaciones que producen “asombro, estupor, indignación, asco, y hasta lástima y tristeza. O todas a la vez”.
Hay quienes cambian para rectificar, para enmendar. Otros, agazapados, trucados en el ambiente, en la expectante fe del país, lo hacen para traicionar. La palabra que destilan embauca, enreda, posterga. Sólo aguardan el momento preciso para saltar sin escrúpulos sobre el lomo de sus presas desprevenidas. Son asaltantes de la ilusión de un pueblo, cuatreros de una esperanza penosamente tejida. Disimulan, encubren su oscura intención y el brillo de sus navajas. A la vista de todos se desdicen, aparentan recoger velas, prestos a volverse a negar a sí mismos cuando ya no haga falta seguir fruncidos. Doran sus vicios y rasgos diabólicos. Guardan con insolente cálculo sus aberraciones y grotescas apariencias. El cambio que se opera en ellos es engañoso, una vulgar e imperdonable estafa. Al hacerlo, confiesan estar conscientes de que si se presentan tal cuales son, recibirán unánime repudio.
Un caso de benévola rectificación fue el de nuestro admirado Norberto Bobbio (1909-2004), el insigne pensador italiano, “filósofo de la democracia” lo llamaron, cuya muerte acabamos de llorar, casi junto a la más reciente, de la periodista Oriana Fallaci, invicta por encima de su dramática pero inescapable verdad frente al fundamentalismo islámico, y ante las encarnizadas garras del cáncer que acabó por llevársela, no de un todo.
“Cuando uno se hace viejo, importan más los afectos que los conceptos”, escribió Bobbio en su intento de despedida. Y hasta lo último se sintió obligado a aclarar por qué en su juventud, en un tan lejano julio de 1935, había escrito una carta elogiosa a Mussolini, llegando a confesarse, aquel prospecto de sabio, cómo no, todo “un buen patriota y un buen fascista”. Y le consagraba al Duce, al menos en esas letras, una “total devoción”.
En Venezuela, ¿cuántas bibliotecas enteras de dudosa prosa y deplorables versos deberán emborronar, algún día, cercano, creo yo, esos tristes o patéticos figurones del mando actual, extraviados, rebuscados y lastimeros personajes de la talla de un Isaías Rodríguez, un José Vicente Rangel, un Germán Mundaraín, un Juan Barreto, un Aristóbulo Istúriz, un Francisco Arias Cárdenas? ¡Siniestro elenco!
Bobbio, que era un hombre dado a respetarse a sí mismo, encontró en aquella inefable carta de su inmadurez un argumento más para corroborar su antigua teoría: “Las dictaduras corrompen el ánimo de las personas, fuerzan a la hipocresía, a la mentira, al servilismo”.
Nosotros, ahora, de cara a las elecciones de diciembre, estamos presenciando un asombroso acto de transformación. Algo jamás visto, podrían repetir frenéticos los altavoces a las puertas de este desconcertante circo del bochorno. En estos precisos instantes la revolución es un espectáculo que se está dando dentro del propio cabecilla del motín alguna vez legitimado mediante votos.
Es la pasmosa metamorfosis del insomne fomentador del odio, del agitador de la división entre los venezolanos y del gozoso instigador de una exclusión reincidentemente criminal, a lo largo de ocho años seguidos, con sus días y noches, pero trocado ahora por obra y gracia de la perversidad y del cinismo, en ocasional y dulce palomita predicadora del amor y de la paz, ajenas ambas motivaciones a su delirante proyecto, a su probado carácter belicoso, al embriagado e impune abuso de su ambición desmedida.
“Soy incapaz de odiar”, recita ahora desvergonzado el maléfico camaleón, juntando las manos, la mansa mirada tendida hacia el cielo, en plan de apresurado converso, como cuando una vez se acurrucara bajo la sotana que volvió a despreciar y escupir tan pronto se sintió a salvo.
Y, ¿cuándo hizo justicia el enternecido y poderoso señor, a los echados a patadas de la industria petrolera, ladrado cada nombre bajo el implacable estrépito del pito y del escarnio? ¡Están botados, gracias por sus servicios! ¿Cuándo declaró el adiós a las armas, a la amenaza? ¿Cuándo decretó el cese de hostilidades? ¿Cuándo renunció el afectuoso al adoctrinamiento de los niños? ¿Cuándo renegó del comunismo y de la enfermiza sumisión a los tiranos de todos los continentes, Fidel de primero? ¿Cuándo dejó de hociquear en los suelos y los destinos de países vulnerables a los cuales seduce o chantajea, o aparta de un manotazo? ¿Cuándo desistió de andar ofreciendo la sangre de los venezolanos para el acometimiento de hostilidades que, por dolorosas y cruentas, más bien debería ayudar a contener? ¿Cuándo dejó de considerar traidores y enemigos jurados a quienes no se le arrodillan? ¿Cuándo soltó las amarras de instituciones fundamentales, hace largo rato secuestradas? ¿Cuándo cesó de considerar a las arcas nacionales su gran e inagotable Mercal particular? ¿Cuándo se resignó, este magnánimo hombre todo cariño, a permitir garantías electorales, para que sus súbditos acudan a expresarse en las urnas, libremente, conforme a sus conciencias, sin desconfianzas ni temores? ¿Desde cuándo le preocupa más producir maíz que municiones, y desde cuándo el sueño de repartir tractores suplantó al de comprar fusiles rusos y helicópteros artillados? ¿Cuándo mostró, por primera vez, el más frío y displicente respeto hacia los derechos humanos, ahora pisoteados?
Cambiar del color de su ropa no basta, señor. No se trata del rojo que tiñe su camisa. El traje no hace al monje, ni al déspota.
“Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”, escribió Gabriel Marcel.
El pecado está en la conducta, en la sostenida inmoralidad. Reside en haber faltado alevosamente a la confianza depositada por tantos. Da dolor, y rabia, recordar la imagen de miles de humildes encomendándoles su hambre, su desnudez, su desamparo, su sed de justicia.
Podría perdonarte cualquier error pero no una traición, le dicen hoy millones que lo idolatraron.
Váyase, por amor a Dios, se convierte así en la íntima y consolada consigna de cada elector, el 3 de diciembre, cada uno a solas con su tragedia, y temeroso de traspasársela por dejación o cobardía a sus hijos. ¡Póngame enfrente su captahuella, que deseo hacer pis!
El pueblo le ha dado la espalda con intensidad definitiva. Porque, es bien sabido, el desaire siempre se siente más cruel, y reaccionamos con mayor irritación, cuando viene de alguien a quien se ha querido.
La fábula cuenta que unos leñadores cortaban un pino con su hacha. El trabajo les era facilitado por las cuñas que habían colocado, con madera del propio árbol. Entonces el pino murmuró con amargura:
“No odio tanto al hacha que me corta, como a las cuñas que nacieron de mí”.


El pito del amor

"Toda crisis trae eso (oportunidades), por eso es que las crisis muchas veces son necesarias, incluso a veces hay que generarlas. Lo de Pdvsa era necesario aún cuando nosotros, bueno, no es que no la generamos, sí la generamos, porque cuando yo agarré el pito aquel en un Aló, Presidente y empecé a botar gente, yo estaba provocando la crisis (…) Ellos respondieron y se presentó el conflicto y aquí estamos hoy"
Hugo Chávez, discurso anual ante la Asamblea Nacional, 15 de enero de 2004

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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela