I
El Departamento
de Propaganda Negra
Quizá la biografía mejor documentada de Fidel Castro la acaba de escribir Norberto Fuentes.
No es para menos. Experimentado periodista, escritor, nacido en La Habana (1943), Fuentes pasó 30 años de su vida al lado de la Revolución cubana, es decir, al servicio de la persona y de la absoluta figura de su comandante en jefe.
Formó parte de la elite de los servicios de inteligencia. Desde esa posición fue testigo privilegiado de un complejo cúmulo de acontecimientos, públicos y privados, de informaciones históricas e “histéricas”, testimonios e intrigas, y una abigarrada sucesión de secretos afanosamente guardados con el rango de asuntos de Estado.
Son 877 páginas que se devoran sin fastidio y en las cuales salen a relucir escenas que describen con rigor desde la brumosa participación de Castro en el Bogotazo –a la muerte del tribuno liberal Jorge Eliécer Gaitán–, así como el instante en que Castro pierde su virginidad; lo cerca que, gracias a él, estuvo el mundo de padecer una catástrofe nuclear en los años ’60; y, entre anécdotas y anotaciones, el verdadero y clandestino sentimiento que el líder de la revolución cubana guardó hacia el Che Guevara; y, peor aún, el pobre criterio que tiene de quien sería el cercano sucesor: su deslucido y equívoco hermano Raúl, acostumbrado como está a vivir eternamente entre sombras y dudas.
Fuentes rompió con Castro tras el fusilamiento de un amigo del escritor, el coronel Antonio de la Guardia, y cuando supo que su vida peligraba, trató de huir, pero fue apresado.
Lo liberó una campaña internacional y la mediación directa de intelectuales, entre ellos Gabriel García Márquez, Norman Mailer y William Kennedy.
No obstante, “La autobiografía de Fidel Castro” (editorial Destino, 2004), no es un “retrato negro” del comandante.
El autor, en el exilio desde 1994, logra conservar una admirable y a veces incomprensible distancia frente a los hechos que narra. No hay rencor ni arrebatos en su texto. Es, así, fiel a aquella expresión de Jean-Paul Sartre, quien dijera que el escritor debe escribir como “bajo un estado de ánimo ajeno”. Todo un desafío sin duda, relatar con un sentido de lejana neutralidad aquello que ha marcado tan brutalmente la vida propia, y la de tantos, para siempre. Como los fusilamientos y las rutinas del “Departamento de Propaganda Negra”, adscrito al Ministerio del Interior de la isla.
Ese organismo “es donde suelen fabricarse los chismes de peor intención que ponemos a circular en el país”, pone Fuentes en boca de su autobiografiado, en el entendido de que son palabras de Castro. ¿Qué tipo de chismes? “Como los de hacer correr que un ‘objetivo’ es homosexual”.
Al escritor argentino Julio Cortázar, por ejemplo. Por haber criticado el arresto de un poeta cubano, el servicio secreto le montó una trampa grotesca pero refinadamente elaborada: en una de las visitas del intelectual a La Habana, mediante un montaje fotográfico aparecería como que en el fondo de su maleta llevaba un vibrador descomunal y un pote de vaselina, junto a un ejemplar de su célebre novela, Rayuela.
A propósito, diga usted, ¿qué tan lejos está ahora de nosotros la sagaz mano del G-2 cubano?
II
“Padre, venga, padre…”
Ocurrió en Nicaragua, en agosto de 1981. De tiempos sandinistas hablamos. Digamos, por mera ociosidad, que corrían los tiempos de la asoladora guerra civil. Tiempos presididos por el mismo comandante Daniel Ortega, cuyo sobrenatural retorno financia en estos momentos precisos el petróleo venezolano. ¿”De todos”? ¡Patético descaro!
Bismarck Carballo era el nombre de aquel joven sacerdote. Era el Director de la Radio Católica y Vicario Episcopal para los medios de comunicación social, en Managua.
Cercano al Arzobispo emérito y más tarde Cardenal Miguel Obando y Bravo, un día el padre Carballo recibió una desesperada llamada telefónica. Una mujer, quien resultaría ser una agente de los cuerpos de seguridad del Estado, le suplicó que se trasladara hasta su casa a rescatarla de una mortal depresión.
Era una emboscada. A punta de pistolas, lo obligaron a despojarse de sus ropas. En instantes apenas, una turba afecta al oficialismo y reporteros de medios del gobierno –¿les recuerda algo eso?– llegaron en festivo enjambre a presenciar y difundir la imagen del padre, mientras era conducido, desnudo, en medio de burlas e insultos, hasta la patrulla policial.
Una aventura sexual ilícita, vocearía con cara insociable la autoridad, presta a refocilarse en pormenores, en el concertado linchamiento de un enemigo.
¡Inmoralidad!, escandalizaría la representación oficial, capaz de exhibir en la mano los pelos de aquel bochorno ajeno, pero con el educado cuidado de no mirar hacia los comprometidos lados en ningún momento.
III
¿Valía la pena?
–“¿Valía la pena, papá? ¿Era por la ilusión de estar disfrutando del poder?”, escribe Mario Vargas Llosa, en La Fiesta del Chivo, que le preguntó Urania, en el fin de sus días, a uno de aquellos hombres dispuestos a vaciarse de todo valor y principio ético con tal de halagar al Jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo.
Y agregaba ella, la muchacha:
“A veces pienso que no, que medrar era lo secundario. (…) Que Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban”.
El repertorio de adulaciones al hombre fuerte de la República Dominicana, incluía los brillantes procedimientos sin huellas del coronel Johnny Abbes García, para acabar con los enemigos, aplicándoles la muerte doble: el crimen físico junto con la aniquilación moral de la víctima. Sin vida ni reputación.
Así, un sindicalista refugiado en La Habana apareció muerto en un prostíbulo y unos testigos estuvieron interesados en declararle a la policía que el degenerado había intentado acuchillar a una prostituta.
También cita el caso del abogado Bayardo Cipriota, a quien localizaron, en Caracas, apuñalado en un hotel de mala muerte, vestido de mujer y con la boca pintarrajeada. “El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto”, proclamaría la inapelable voz del régimen.
¿Valía la pena, señor de las leyes y normas, fiscal y dueño de todas las verdades y misterios de la patria? ¿Valía la pena? ¿Es, acaso, por la ilusión de estar disfrutando del poder? ¿Logra inspirarse usted, oculto poeta, entre tanta porquería?
IV
“Las cosas en su sitio”
Serenilla Nagore, una joven universitaria, entrevistó al Tigre de los Andes, el comandante Ollanta Humala, cuando, ciertamente, no se perfilaba como un potencial aspirante a la presidencia del Perú.
“Yo pienso que los peruanos necesitan una carajeada bien dada, meterlos a todos sin excepción al cuartel, militarizar la familia”, asentó el “nacionalista” apuntalado desde aquí.
–¿Usted disolvería el Poder Judicial?
–Lo que hay que hacer es poner las cosas en su sitio. Fíjese usted no más en lo efectivo que funciona un tribunal castrense. En un dos por tres un consejo de guerra, y listo. Para criminal de bala y cuchillo, por violador y secuestro: la pena de muerte. Eso soluciona el asunto en tres meses. Y ya no tenemos el problema de mantener a tanto zángano mal nacido en las cárceles.
–¿El español seguiría siendo la lengua oficial del Perú?
–De ninguna manera: el quechua, para confundir al enemigo, para desinformarlo.
–¿Volvería al trueque?
–Precisamente ése es uno de mis grandes objetivos. El dinero lo ensucia todo.
“Bolivia –dijo este titán de la paz– saludará el ingreso del Ejército Liberador Quechua con beneplácito. Neutralizar Chile y Argentina es nuestro objetivo. En lo que respecta a Chile, luego de una ola de atentados terroristas en Santiago y Valparaíso, el primer objetivo es recuperar el Apu Licáncabur, para realizar ofrendas adeudadas”.
–¿Eso que usted nos describe no se iguala a un Apocalipsis?
–En la cosmovisión andina un Apocalipsis precede a un nuevo renacer.
–¿Y en el aspecto religioso?
–Fusilar a todos los curas, fusilar a Rafael Rey, a Dionisio Romero y a sus secuaces.
“Lo que necesitamos son mujeres que paran soldados, sólo futuros soldados...”
“Adelante, compadre. Eche pa’lante. ¡Salve al Perú!”, le animaron desde este lado.
V
“…como a un perro”
“A su hijo lo matamos como a un perro”, dice la doctora Haydée Castillo de López que le gruñó un policía cuando la llevaban en una patrulla. Estaba bajo arresto pero la conducían engañada, haciéndole creer que ella y su esposo, septuagenarios ambos, sólo iban a prestar una declaración. Después de dormir en calabozos los mostraron con esposas en las muñecas, como para acentuar aún más la ofensa dispuesta por el poder. Su hijo, el abogado Antonio López Castillo, a quien involucraron en la muerte de Danilo Anderson y según la versión policial cayó abatido en un enfrentamiento, al parecer no había tenido tiempo ni de moverse del asiento que ocupaba en su vehículo. El cadáver presentaba un tatuaje de pólvora debajo de la barbilla. Pólvora no quemada. Y un tiro de gracia.
–¿Aplicaron la pena de muerte?–, le preguntaron a la doctora Castillo.
–No, no en el sentido estricto de la palabra; porque en los países donde hay pena de muerte hay un juicio, un juez, apelaciones a instancias superiores, y nuestro hijo no tuvo nada de eso. No fue pena de muerte, sino un asesinato”.
VI
Concha de cachicamo
El hotel donde “apareció” el cuerpo desnudo del padre Jorge Piñango está en una infame zona rosa, a la que es difícil imaginar dirigirse, en su sano juicio, a un hombre público, y menos de Iglesia, después de una celebración familiar, ¡y en un vehículo de la Conferencia Episcopal!
Los primeros periodistas en llegar fueron los del canal del gobierno, donde esa misma noche festejarían con turbador alborozo.
El libreto inicial de la policía consistió en decir que no había ninguna señal de violencia. Prácticamente todo el país sabía ya del calamitoso estado que presentaba el cuerpo que yacía en la habitación 89.
Después, la escatología hizo formal acto de presencia. “Concha de cachicamo” convirtió un somnífero en un estimulante sexual, puso al padre –¿inconsciente o muerto ya?– a pagar la cuenta de la habitación, y prefirió describir al sospechoso del horrendo hecho no por su personalidad criminal y contraseñas sicológicas, sino como “¡un chico bien parecido!”. ¿Se imaginan al FBI describiendo a Al Capone como un tierno marchante de antigüedades?
¿Concha de cachicamo? Más bien escorpión, ya considerado de mal agüero por los zapotecas. Para ellos era un espía mandado por el Diablo. Son caníbales, de hábitos nocturnos y viven en zonas calientes, pero se sabe que igual la pasan bien en cuevas. Su aguijón produce un dolor ardiente, que, miren, frente a todos se ha inyectado él mismo, como en el viejo mito.
Peor que la muerte doble, le ha tocado la muerte prematura de la cual Edgar Alan Poe habló en su memorable cuento. La muerte en vida. Revocado, proscrito. Siniestro. Espectro. Sin nada qué decir. Moralmente nulo de toda nulidad. Atragantado por la infecta mentira que manó entre las grietas de su boca.
El Departamento
de Propaganda Negra
Quizá la biografía mejor documentada de Fidel Castro la acaba de escribir Norberto Fuentes.
No es para menos. Experimentado periodista, escritor, nacido en La Habana (1943), Fuentes pasó 30 años de su vida al lado de la Revolución cubana, es decir, al servicio de la persona y de la absoluta figura de su comandante en jefe.
Formó parte de la elite de los servicios de inteligencia. Desde esa posición fue testigo privilegiado de un complejo cúmulo de acontecimientos, públicos y privados, de informaciones históricas e “histéricas”, testimonios e intrigas, y una abigarrada sucesión de secretos afanosamente guardados con el rango de asuntos de Estado.
Son 877 páginas que se devoran sin fastidio y en las cuales salen a relucir escenas que describen con rigor desde la brumosa participación de Castro en el Bogotazo –a la muerte del tribuno liberal Jorge Eliécer Gaitán–, así como el instante en que Castro pierde su virginidad; lo cerca que, gracias a él, estuvo el mundo de padecer una catástrofe nuclear en los años ’60; y, entre anécdotas y anotaciones, el verdadero y clandestino sentimiento que el líder de la revolución cubana guardó hacia el Che Guevara; y, peor aún, el pobre criterio que tiene de quien sería el cercano sucesor: su deslucido y equívoco hermano Raúl, acostumbrado como está a vivir eternamente entre sombras y dudas.
Fuentes rompió con Castro tras el fusilamiento de un amigo del escritor, el coronel Antonio de la Guardia, y cuando supo que su vida peligraba, trató de huir, pero fue apresado.
Lo liberó una campaña internacional y la mediación directa de intelectuales, entre ellos Gabriel García Márquez, Norman Mailer y William Kennedy.
No obstante, “La autobiografía de Fidel Castro” (editorial Destino, 2004), no es un “retrato negro” del comandante.
El autor, en el exilio desde 1994, logra conservar una admirable y a veces incomprensible distancia frente a los hechos que narra. No hay rencor ni arrebatos en su texto. Es, así, fiel a aquella expresión de Jean-Paul Sartre, quien dijera que el escritor debe escribir como “bajo un estado de ánimo ajeno”. Todo un desafío sin duda, relatar con un sentido de lejana neutralidad aquello que ha marcado tan brutalmente la vida propia, y la de tantos, para siempre. Como los fusilamientos y las rutinas del “Departamento de Propaganda Negra”, adscrito al Ministerio del Interior de la isla.
Ese organismo “es donde suelen fabricarse los chismes de peor intención que ponemos a circular en el país”, pone Fuentes en boca de su autobiografiado, en el entendido de que son palabras de Castro. ¿Qué tipo de chismes? “Como los de hacer correr que un ‘objetivo’ es homosexual”.
Al escritor argentino Julio Cortázar, por ejemplo. Por haber criticado el arresto de un poeta cubano, el servicio secreto le montó una trampa grotesca pero refinadamente elaborada: en una de las visitas del intelectual a La Habana, mediante un montaje fotográfico aparecería como que en el fondo de su maleta llevaba un vibrador descomunal y un pote de vaselina, junto a un ejemplar de su célebre novela, Rayuela.
A propósito, diga usted, ¿qué tan lejos está ahora de nosotros la sagaz mano del G-2 cubano?
II
“Padre, venga, padre…”
Ocurrió en Nicaragua, en agosto de 1981. De tiempos sandinistas hablamos. Digamos, por mera ociosidad, que corrían los tiempos de la asoladora guerra civil. Tiempos presididos por el mismo comandante Daniel Ortega, cuyo sobrenatural retorno financia en estos momentos precisos el petróleo venezolano. ¿”De todos”? ¡Patético descaro!
Bismarck Carballo era el nombre de aquel joven sacerdote. Era el Director de la Radio Católica y Vicario Episcopal para los medios de comunicación social, en Managua.
Cercano al Arzobispo emérito y más tarde Cardenal Miguel Obando y Bravo, un día el padre Carballo recibió una desesperada llamada telefónica. Una mujer, quien resultaría ser una agente de los cuerpos de seguridad del Estado, le suplicó que se trasladara hasta su casa a rescatarla de una mortal depresión.
Era una emboscada. A punta de pistolas, lo obligaron a despojarse de sus ropas. En instantes apenas, una turba afecta al oficialismo y reporteros de medios del gobierno –¿les recuerda algo eso?– llegaron en festivo enjambre a presenciar y difundir la imagen del padre, mientras era conducido, desnudo, en medio de burlas e insultos, hasta la patrulla policial.
Una aventura sexual ilícita, vocearía con cara insociable la autoridad, presta a refocilarse en pormenores, en el concertado linchamiento de un enemigo.
¡Inmoralidad!, escandalizaría la representación oficial, capaz de exhibir en la mano los pelos de aquel bochorno ajeno, pero con el educado cuidado de no mirar hacia los comprometidos lados en ningún momento.
III
¿Valía la pena?
–“¿Valía la pena, papá? ¿Era por la ilusión de estar disfrutando del poder?”, escribe Mario Vargas Llosa, en La Fiesta del Chivo, que le preguntó Urania, en el fin de sus días, a uno de aquellos hombres dispuestos a vaciarse de todo valor y principio ético con tal de halagar al Jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo.
Y agregaba ella, la muchacha:
“A veces pienso que no, que medrar era lo secundario. (…) Que Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban”.
El repertorio de adulaciones al hombre fuerte de la República Dominicana, incluía los brillantes procedimientos sin huellas del coronel Johnny Abbes García, para acabar con los enemigos, aplicándoles la muerte doble: el crimen físico junto con la aniquilación moral de la víctima. Sin vida ni reputación.
Así, un sindicalista refugiado en La Habana apareció muerto en un prostíbulo y unos testigos estuvieron interesados en declararle a la policía que el degenerado había intentado acuchillar a una prostituta.
También cita el caso del abogado Bayardo Cipriota, a quien localizaron, en Caracas, apuñalado en un hotel de mala muerte, vestido de mujer y con la boca pintarrajeada. “El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto”, proclamaría la inapelable voz del régimen.
¿Valía la pena, señor de las leyes y normas, fiscal y dueño de todas las verdades y misterios de la patria? ¿Valía la pena? ¿Es, acaso, por la ilusión de estar disfrutando del poder? ¿Logra inspirarse usted, oculto poeta, entre tanta porquería?
IV
“Las cosas en su sitio”
Serenilla Nagore, una joven universitaria, entrevistó al Tigre de los Andes, el comandante Ollanta Humala, cuando, ciertamente, no se perfilaba como un potencial aspirante a la presidencia del Perú.
“Yo pienso que los peruanos necesitan una carajeada bien dada, meterlos a todos sin excepción al cuartel, militarizar la familia”, asentó el “nacionalista” apuntalado desde aquí.
–¿Usted disolvería el Poder Judicial?
–Lo que hay que hacer es poner las cosas en su sitio. Fíjese usted no más en lo efectivo que funciona un tribunal castrense. En un dos por tres un consejo de guerra, y listo. Para criminal de bala y cuchillo, por violador y secuestro: la pena de muerte. Eso soluciona el asunto en tres meses. Y ya no tenemos el problema de mantener a tanto zángano mal nacido en las cárceles.
–¿El español seguiría siendo la lengua oficial del Perú?
–De ninguna manera: el quechua, para confundir al enemigo, para desinformarlo.
–¿Volvería al trueque?
–Precisamente ése es uno de mis grandes objetivos. El dinero lo ensucia todo.
“Bolivia –dijo este titán de la paz– saludará el ingreso del Ejército Liberador Quechua con beneplácito. Neutralizar Chile y Argentina es nuestro objetivo. En lo que respecta a Chile, luego de una ola de atentados terroristas en Santiago y Valparaíso, el primer objetivo es recuperar el Apu Licáncabur, para realizar ofrendas adeudadas”.
–¿Eso que usted nos describe no se iguala a un Apocalipsis?
–En la cosmovisión andina un Apocalipsis precede a un nuevo renacer.
–¿Y en el aspecto religioso?
–Fusilar a todos los curas, fusilar a Rafael Rey, a Dionisio Romero y a sus secuaces.
“Lo que necesitamos son mujeres que paran soldados, sólo futuros soldados...”
“Adelante, compadre. Eche pa’lante. ¡Salve al Perú!”, le animaron desde este lado.
V
“…como a un perro”
“A su hijo lo matamos como a un perro”, dice la doctora Haydée Castillo de López que le gruñó un policía cuando la llevaban en una patrulla. Estaba bajo arresto pero la conducían engañada, haciéndole creer que ella y su esposo, septuagenarios ambos, sólo iban a prestar una declaración. Después de dormir en calabozos los mostraron con esposas en las muñecas, como para acentuar aún más la ofensa dispuesta por el poder. Su hijo, el abogado Antonio López Castillo, a quien involucraron en la muerte de Danilo Anderson y según la versión policial cayó abatido en un enfrentamiento, al parecer no había tenido tiempo ni de moverse del asiento que ocupaba en su vehículo. El cadáver presentaba un tatuaje de pólvora debajo de la barbilla. Pólvora no quemada. Y un tiro de gracia.
–¿Aplicaron la pena de muerte?–, le preguntaron a la doctora Castillo.
–No, no en el sentido estricto de la palabra; porque en los países donde hay pena de muerte hay un juicio, un juez, apelaciones a instancias superiores, y nuestro hijo no tuvo nada de eso. No fue pena de muerte, sino un asesinato”.
VI
Concha de cachicamo
El hotel donde “apareció” el cuerpo desnudo del padre Jorge Piñango está en una infame zona rosa, a la que es difícil imaginar dirigirse, en su sano juicio, a un hombre público, y menos de Iglesia, después de una celebración familiar, ¡y en un vehículo de la Conferencia Episcopal!
Los primeros periodistas en llegar fueron los del canal del gobierno, donde esa misma noche festejarían con turbador alborozo.
El libreto inicial de la policía consistió en decir que no había ninguna señal de violencia. Prácticamente todo el país sabía ya del calamitoso estado que presentaba el cuerpo que yacía en la habitación 89.
Después, la escatología hizo formal acto de presencia. “Concha de cachicamo” convirtió un somnífero en un estimulante sexual, puso al padre –¿inconsciente o muerto ya?– a pagar la cuenta de la habitación, y prefirió describir al sospechoso del horrendo hecho no por su personalidad criminal y contraseñas sicológicas, sino como “¡un chico bien parecido!”. ¿Se imaginan al FBI describiendo a Al Capone como un tierno marchante de antigüedades?
¿Concha de cachicamo? Más bien escorpión, ya considerado de mal agüero por los zapotecas. Para ellos era un espía mandado por el Diablo. Son caníbales, de hábitos nocturnos y viven en zonas calientes, pero se sabe que igual la pasan bien en cuevas. Su aguijón produce un dolor ardiente, que, miren, frente a todos se ha inyectado él mismo, como en el viejo mito.
Peor que la muerte doble, le ha tocado la muerte prematura de la cual Edgar Alan Poe habló en su memorable cuento. La muerte en vida. Revocado, proscrito. Siniestro. Espectro. Sin nada qué decir. Moralmente nulo de toda nulidad. Atragantado por la infecta mentira que manó entre las grietas de su boca.
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