viernes, 6 de abril de 2007

Escalpelo y armiño en política

En los momentos más delicados y expectantes para el periódico, la palabra del doctor Juan Manuel Carmona a sus inmediatos colaboradores llegaba en directo.
No habría forma de que bastaran las decenas de llamadas telefónicas diarias que hacía, a distintos departamentos, desde su oficina en Caracas. O desde su casa. O a través del celular, donde estuviera. Igual desde el exterior. Un lunes cualquiera, un martes de Carnaval, no importaba. Su pasión por la noticia y por el curso que, en caliente, iban adoptando los acontecimientos, no decaía. Jamás.
Era como una sonda ávida de captar el más mínimo movimiento de sucesos aún incógnitos para la gran mayoría, o de polémicas apenas incubadas en los círculos más impensados.
A veces, es decir, muchas veces, daba vergüenza confesarle ignorancia absoluta respecto a algún evento del cual él ya exploraba animado varias versiones.
¿Leyó tal artículo?, preguntaba. ¿Supo la última? ¿No ha visto lo que dice El Tiempo de Bogotá, o El Clarín, de Buenos Aires? ¡Caracha! Que se lo pongan en el sistema. ¿Cómo vamos a abrir mañana la primera página? ¿Qué tal las fotos? Y, ¿qué ha pensado para la mancheta?
Sus juicios eran llanos, inequívocos.
-¡Le quedó fantasmagórico! –solía celebrar, con risa cómplice, cuando una agudeza irreverente dejaba en claro la insobornable posición del diario.
Y cuando una nota, o apenas un título, se prestaba a interpretaciones interesadas o alguna inexactitud, ambigüedad o desliz se interponía entre sus principios y el armónico conjunto de la obra que debería reflejar el papel, tampoco dejaba por allí dudas sueltas.
Ese súbito y pastoso silencio de cada mañana, de cada tarde, sería, por cierto, a su muerte, la más sombría y confusa señal de que en adelante tendríamos que sobrellevar su entera e improvisa ausencia.
Es que de cara a coyunturas colmadas de riesgos y alarmas, nada más había que observarlo. Menudo. Riguroso. Austero. Sereno. Irreductible. Ya lo demás al instante se sabía, como se sabe en redondo lo que siempre se ha sospechado.
Vertical como un obelisco, de una dignidad que intimidaba, aunque su tez era del moreno terroso que suele dejar indeleble la ancestral Carora, su aura proyectaba el blanco que según Melvilla es "símbolo de fuerzas y purezas divinas".
Frente a los desplantes del régimen, las amenazas de cierre, los nubarrones judiciales, o la sorpresiva mordaza particular que una vez llegó con los arrogantes precintos del Seniat, él solía trasladarse a Barquisimeto, por avión o por tierra, y convocar a reunión. Sin urgencias, sin ahogos.
Camino a su despacho, más de una vez nos sorprendimos tratando de adivinar si esa sería la temida mañana en que el doctor Carmona procedería a recomendar no un repliegue, y mucho menos una rendición, pero, quizás, sí, suavizar el tono de la crítica. Bajar un tanto los decibeles de la reprobación. La supervivencia de una empresa de cien años estaba en juego, cavilábamos.
Pero era precisamente eso lo que a él lo afirmaba, aferrándolo. ¿Cómo echar por la borda un prestigio tan caramente labrado, cómo desfigurar el venerable postulado de los abuelos fundadores?
Luego del saludo, a todos con educada deferencia, una breve descripción del escenario planteado servía de magro preámbulo al motivo principal de su angustia: “No podemos bajar la guardia”, remachaba. “Cuidado. ¡Que los lectores perciban nuestra invariable posición! Tenemos que mantenernos firmes, ¿oyeron?”. En su boca, la enseña fundamental, en algún momento, pasó a ser: “Primero cerrados que arrodillados”.

La advertencia postrera

El lunes dos de enero de 2006 la primera página de EL IMPULSO recogió el último Editorial calzado con la firma del doctor Carmona.
La fecha no se prestaba sino para dejar tallado un intento por transmitir optimismo frente al futuro mediato del país, dada su confianza en las reservas morales. Concluía invitando a los larenses para el místico reencuentro, durante la cercana procesión de la Divina Pastora.
Esa misma edición contenía una amplia entrevista en la cual el director se anticipaba, de una vez, a los comicios presidenciales planteados para el tres de diciembre de 2006, y cuyo corolario fue la legitimación de Hugo Chávez junto a las graciosas bendiciones derramadas desde los bandos opositores sobre el CNE.
“Es una aberración estar hablando de candidaturas presidenciales frente al fraude que representaron las pasadas elecciones”, dijo, certero y premonitorio.
Poco tiempo antes, en noviembre de 2005, durante un foro realizado en el auditorio del Colegio de Abogados, de esta ciudad, para analizar la pertinencia de participar en las elecciones parlamentarias, lo oímos advertir por todo el cañón y ante un público en parte adverso:
“¡Es ridículo ir a votar! Las cartas están echadas y la trampa montada”.
Propuso la decorosa herramienta de la masiva abstención, a objeto de no hacerle comparsa al régimen ni juego a un árbitro descaradamente parcializado.
“¡Ni amarrado iré a votar!”, tronó esa noche. “Mis principios los seguiré manteniendo, porque no los vendo ni los hipoteco a nadie”.
Los presentes, aún quienes no compartían a rajatabla su criterio, se maravillaban de su inconmovible entereza.
¿Había sido duro? ¡Qué va! Eso no era nada comparado con la ocasión en que, invitado por la directiva en pleno del CNE como representante del Bloque de Prensa Venezolano, llamó “monigote”, en su cara, al siquiatra Jorge Rodríguez, entonces flamante presidente de ese organismo.
Para él, la Coordinadora Democrática había acabado siendo un atajo de negociantes. Así lo hacía saber a todo quien deseara escucharlo.
En su Editorial del 15 de marzo de 2004 se dirigió así, dentro un plano intimista, a su legión de lectores:
“No claudicaremos para librarnos de cobarde complicidad. Insistiremos al cansancio, y por ello solicitamos su comprensión, hasta quizá su perdón, para continuar en idéntica tónica”.
Y llamó en esa oportunidad a la desobediencia civil, la cual, a su juicio, debería comenzar por la desobediencia tributaria.
En una entrevista concedida a El Carabobeño el 29 de marzo del mismo año, el periodista le preguntó:
-¿El gobernador Luís Reyes Reyes, es amigo suyo?
Su acerada respuesta fue:
-Mejor no me lo nombre.
-¿Qué pasará con EL IMPULSO? –quiso saber además el reportero.
“Seguirá adelante, a menos que nos encadenen o nos metan presos, como a mi padre”.
(En efecto, el abogado Juan Carmona, su progenitor, a cuya memoria había erigido un inmaculado altar íntimo, siendo a la sazón el Jefe de Redacción del periódico, en el año 1933, fue a dar con sus huesos a La Rotunda, la tenebrosa cárcel gomecista. Allí permaneció tres meses, a causa de un Editorial que hiriera la bellaca epidermis del régimen).
Un hombre plantado en actitud intransigente frente a los desvaríos gubernamentales de quien él se empeñaba en llamar “el susodicho”, porque, como él mismo escribiera, había “jurado y perjurado no mentar nombres de actuales mandamases y menos de sus execrables andanzas”. Cronista puntilloso de un ejercicio de “cinismo aberrante y brutal”. Registrador de una feria de “jaquetonerías desvergonzadas”, obra máxima de aquel que desde la cima del poder exhibe un lenguaje dominguero “exquisitamente acoplado a los bajos fondos”.
Esa es la imagen que dejaría grabada en la conciencia de la actual generación de lectores de sus Editoriales de cada lunes, el doctor Juan Manuel Carmona. Pero, ¿acaso su dedo acusador sólo señaló los extravíos presentes? ¿Calló, encubridor, durante los “podridos” 40 años anteriores?

Primero fue Juan Callejas

Ya a fines de 1950 se había acercado, ceremonioso, a una máquina de escribir. Firmó entonces con el seudónimo Juan Callejas.
“Tomé el nombre de Juan y para más lo situé en la calle”.
Más prolífico, como Luís del Campo sobrepasaría las trescientas columnas, tituladas “Desde esta capital”, a partir del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Para ser más precisos, corría entonces el mes de mayo de 1974. No escogió un día fijo. En ocasiones, se despachaba hasta dos entregas en una semana. En otras, se permitía un paréntesis, corto ahora, más largo después.
“Por el periodismo sentí una inclinación innata”, explicaría alguna vez.
Lo de hacerse médico, confió, pudo ser un acto de rebeldía, en un entorno familiar signado por abogados.
“Fui jubilado, muy a mi pesar (después de 26 años como docente universitario en el hospital Vargas). Nunca ejercí la medicina privada, salvo contadas ocasiones, porque no se puede cobrar por la salud de los demás. Para mí era muy difícil dirigirme a un enfermo para cobrarle”.
Otra confesión que lo retrata de cuerpo entero:
“En esto de escribir confluyen necesariamente estados anímicos, es consecuencia de emociones negativas o positivas, de esperanzas o desesperanzas, del deseo de plasmar algo, con la soledad por compañía y el teclado como cincel”.
La censura a los iniciales delirios de la Gran Venezuela, de CAP, no tuvo la más mínima dilación. Luís del Campo fue puntual. Como lo había sido a la hora de anteponer que Rómulo Betancourt no era santo de su devoción.
De las medidas económicas emprendidas no se podían esperar sino “desajustes profundos”, escribió.
El 27 de julio de 1977, reprochó el miedo evidenciado por empresarios ante una reprimenda presidencial en el seno de la Asamblea de Fedecámaras. Las amenazas de restricciones a la actividad financiera fueron “aplaudidas con vítores, miedo ancestral, miedo proverbial, miedo que tal vez resulte culposo a la postre”.
¿Han variado en algo las cosas al cabo de todos estos infecundos años?
Asimismo vapuleó la confianza que se compraba fuera del país, con préstamos, créditos a largo plazo, en feroz contraste con las carencias y el desconcierto que privaba en el ámbito nacional.
Otra vez, ¿han cambiado las cosas? ¿No está claro que los males de ahora tienen sus raíces hundidas en vicios crónicamente acumulados, en obscenidades inveteradas?
“Se gastan enormes fortunas y esfuerzos en crear una imagen externa y quizá distante de la realidad, y ella se logra a expensas de la inestabilidad y crítica interna, que seguramente amerita mayor dedicación”, sentenció Luís del Campo, el 13 de agosto de 1977
“Vivimos, sí, en un permanente torneo verborreico preñado de superficialidad”.
En octubre de 1977, ante denuncias de corrupción en la UCV, fulminó:
“La libertad, sólo para denunciar sin eco, no es útil”.
En noviembre de ese año se quejó amargamente a consecuencia de que el “estrecho y bello” valle que era Caracas, pugnaba por volverse “afeado, contaminado”. Esto le sirvió de excusa para exhortar a que se planificara debidamente el crecimiento de Barquisimeto, sin “sacrificar al poeta, al cantor y al músico que viven en el alma de cada larense”.
La frase lapidaria del senador Gonzalo Barrios según la cual “en Venezuela los funcionarios roban porque no tienen razones para no robar”, despertó en el articulista intensas reflexiones, sobre todo por el terreno de indiferencia en que había caído. “Deja atónitos contemplar inermes el descalabro moral del país”.
8 de junio de 1978. “Nuestra vida es ligera. Todo pasa con prontitud, se pierde en la bruma ambiental contaminada”.
8 de julio de 1978. “A veces provoca abstenerse definitivamente o por lo menos una larga temporada del comentario político. Por necesidad de cambiar o por obstinación tal vez…”

El candidato a diputado

El 21 de noviembre de 1978, el doctor Carmona concede entrevista a este diario para anunciar que era candidato a diputado al Congreso Nacional, por Lara, como independiente. Figuraba en el puesto número cuatro en las planchas de COPEI. Tenía 49 años.
“No soy político, ni lo seré”, aclararía. “Nunca he sido militante de partido alguno, ni siquiera allegado”.
Y su advertencia la elevaría frontal:
“Si la conducta que pudiera tener COPEI en un momento determinado no concuerda con mi forma de pensar, ni con mi conciencia, no la seguiré ni tengo por qué hacerlo. No hubo ningún trueque, el cual jamás habría aceptado”.
En abril de 1979, tras un receso de cuatro meses, retorna al teclado con este inocultable estado de ánimo:
“Las ilusiones deslumbran y ciegan. Reaparece y se agiganta la soberbia. Vanidad de vanidades. Reiterada flaqueza que persigue inexorable a quienes ocupan transitoriamente las alturas. La esperanza continuará trunca”.
Condena la impunidad, la corrupción, la desidia, la simulación en los mandos oficiales.
Al día de parada obligatoria le dedicó un comentario acerbo. El 8 de abril de 1979 pide rectificar. “No nos gustan los resultados del primer año de gobierno. No hay sitio donde no se escuche la censura colectiva sin audiencia. Sordo quien no quiera oír. Placer suicida aceptar únicamente la expresión laudatoria”.
Desaprueba la “manía viajera” del presidente Luís Herrera, por encima de la amistad y la afinidad manifiesta entre ambos. “No son tiempos para distraer las horas que vuelan mientras permanecen insolubles los grandes y graves problemas nacionales”.
Los saldos, apunta, “quedarán en rojo para siempre”.
El 14 de mayo de 1980, en medio del escándalo por el Sierra Nevada, Luís del Campo se declara alarmado ante la pretensión de establecer la responsabilidad política y moral de Pérez, salvándolo de la administrativa. “Es imposible concebir la responsabilidad moral sin la otra”, aduce.
21 de octubre de 1981. “La soberbia, grave pecado gubernamental vernáculo, persiste atávicamente. Más que usted, respetado lector, somos nosotros quienes lamentamos volver otra vez en tónica idéntica”.
En lo sucesivo, no hay concesión. La misma postura erguida, ajena a todo arreglo clandestino. En marzo de 1985, bajo Jaime Lusinchi, acusa la creación de un Consejo Nacional de Comunicaciones, dentro del VII Plan de la Nación, para regular y controlar la línea informativa de los medios.
15 de marzo de 1985. “Cuesta escribir hoy en día. Tanto como leer. Repeticiones. Hastío. Cansona demagogia”.
5 de junio de 1985. “Lamentarse en silencio. No queda más alternativa. Nada qué hacer. No se encuentran aliados”.
31 de julio de 1985: “Se ha perdido hasta la elegancia del silencio”.
18 de septiembre de 1985: “Nos tratan como amnésicos. O como irremediables desmemoriados”.
6 de junio de 1990: “A ese extremo llegamos. Enrevesadamente extraviados. Insulsos como promesa política. Yendo y viniendo sin rumbo. Asesinando el tiempo. La culpa se reparte, se evapora”.
13 de junio de 1990: “Aciago derrotero transitamos. Porque esa es la tragedia. No es vivir fuera, soñando con volver. Es desapegarnos, y despreciarnos”.
21 de noviembre de 1990: “El país es un gallinero. Se ensucia por turnos”.
16 de enero de 1991: “Regreso del exterior. Se respira aire enrarecido. Es una angustia colectiva. Un desasosiego palpable. Porque al fondo llegamos. Sin dudas, sin eufemismo alguno”.
3 de julio de 1991: “Pero tenemos que continuar. Sin rumbo, seguramente, ni derrotero cierto. Sin confiar en nada. Tampoco en casi nadie”.
José Ángel Ocanto


Nada nuevo bajo el Sol

A raíz de los Convenios Cambiarios suscritos en 1989, bajo CAP II, sólo a EL IMPULSO, entre todos los periódicos del país, no le fue reconocida la carta de crédito para la importación del papel. Aunque en su momento el Presidente lo calificó como un “hecho fortuito”, ordenó darle rango de problema de Estado al asunto, pues, según planteó, el cierre de un periódico de semejante trayectoria debería ser anotado como un “fracaso” de su gobierno.
La historia se repetiría, con Caldera II. El 18 de julio de 1996, el Editorial tuvo por título: “Ensañamiento contra EL IMPULSO”. Mientras a la generalidad de los medios impresos les había sido autorizado el otorgamiento de divisas para el pago de su deuda externa, Miraflores discriminaba obstinadamente sólo a este diario.
En noviembre de 1996, Caldera en la VII Cumbre Iberoamericana afirmó que si bien la libertad de opinión figuraba entre los derechos más importantes protegidos por la Constitución, “la libertad de información es distinta”.
Y lanzó la peregrina tesis de la “información veraz”.
El mismísimo Fidel Castro, presente en el cónclave, firmó la Declaración.
¿Qué editorializó el doctor Carmona?:
“Las opiniones nunca pueden desligarse ni tenerse como diferentes a la información. Ésta última se nutre y tiene con frecuencia su origen en las primeras”.
El 24 de febrero de 1997, nuevamente la voz del doctor Juan Manuel Carmona se alzó escrupulosa. Teodoro Petkoff, ministro de Cordiplan, después editor, había deslizado una sugerencia trágica. Según él, la prensa y la opinión eran perfectamente manejables, a través de la conveniente distribución de la torta publicitaria oficial. “Así de fácil”.
De nuevo el juicio severo del editorialista: “El converso desbordado por el poder no puede resistir la crítica, ni que alguno discuta sus nuevas verdades”.
JAO


Los por qué

¿Por qué decimos que el doctor Juan Manuel Carmona fue escalpelo y armiño en la política?
Lo de escalpelo es obvio, tratándose de un cirujano.
Cierta vez él comentó:
“Debo reconocer que tengo habilidad manual. Tengo bien templado el espíritu y poseo cierto grado de agresividad, condiciones indispensables para ejercer esta disciplina”.
Su palabra, su pasión, su censura moral, eran cuchillo de hoja fina y puntiaguda que, desde los planos de su indiscutida autoridad, en las azarosas faenas de la crítica era capaz de ir haciendo cortes minuciosos con cada expresión, con cada razonamiento. Con cada explosión de inclemencia.
Había mucho de asepsia en la revelación de sus criterios.
¿Y por qué armiño?
Hace muchos años leí embelesado sobre ciertas propiedades de este pequeño mamífero de piel muy suave y delicada, la cual es parda en verano y se torna blanquísima en invierno.
Cuenta la tradición que cuando Bruto desembarcó en Francia, halló sobre su escudo un armiño. Este hecho lo interpretaría como un claro presagio de futuras victorias. Las tierras conquistadas por él las llamaron Brutania en su honor. Bretaña más tarde.
Leí también que el armiño aprecia tanto la pulcritud de su blanca piel, que a los cazadores se les hace fácil capturarlo rodeándolo de lodo.
El armiño prefiere la muerte antes que cubrirse de suciedad.
JAO


Ideario de un gladiador

“No creemos estar en condiciones de continuar dando ejemplos de civilidad y tolerancia a un adversario carente de tales dotes, ni siquiera de mínima decencia”

“Después de un arduo y paciente batallar, quedará vencida la más horrible cuan nefasta pesadilla padecida en cien años”

“La política oficial es sólo concebida como la radicalización del poder, sustentándolo con violencia amenazante y actuaciones contra quien o quienes se le opongan”

“Confían a pie juntillas que al enchufarle boina roja a la masa, le borran para siempre sus antiguos pensares, quedando el mandado hecho”

“Desde nuestra tribuna seguiremos aferrados a principios impresos familiar, educativa y religiosamente, fieles a ideales que no a intereses lacerantes”

“EL IMPULSO ha mantenido tradicional distancia con los mandantes, o según el caso los ha enfrentado con honestidad”

“No somos oposicionistas por definición. Tenemos convicciones firmes”

“Los medios están obligados a enfrentar la situación actual. De lo contrario se haría un periodismo pasivo, suicida”

“No teman, seguiremos adelante”

“Todo tiene un momento.
Sus consecuencias igualmente.
Una sonrisa puede romper un hielo.
Una lágrima apagar un infierno.
Una palabra desatar una tempestad.
Qué interesante es saber vivir.
Y cuán difícil”.

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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela