jueves, 5 de abril de 2007

La risa de Alí Lmrabet

Una cosa no es justa por el hecho de ser ley.
Debe ser ley porque es justa
Montesquieu

Cuando un tribunal condenó hace unas semanas al periodista marroquí Alí Lmrabet a cuatro años de cárcel, su respuesta fue un demoledor artículo en su mejor estilo –el humor satírico–, al cual puso por título: Morir de risa.
En Marruecos la intolerancia oficial, ejercitada a punta de bestiales represiones, tiene una gran excusa: no es, por mucho, un país democrático.
La Constitución de 1970 comienza advirtiendo un anacronismo difícil de entender, un verdadero revoltijo legal. Según el texto, Marruecos es una “monarquía constitucional, democrática y social”.
Pero el Rey Mohammed VI no se mortifica en lo más mínimo por aclarar la naturaleza y alcance de su reciente gobierno (tiene apenas cuatro años en el trono). Él sólo sabe y le basta saber que es un Rey, y que como tal tendrá mando hasta el mismo día de su muerte. Ni un día antes. Hasta entonces, su figura de monarca será jurídica y políticamente inviolable. Sus decisiones no podrán ser apeladas ni cuestionadas por nadie. El hecho mismo de que sean decisiones suyas, a los ojos de todos las hacen justas, sublimes.
Su primer escollo en el arte de dominar los sentimientos y la conciencia de la gente, lo tuvo al coronarse, tras ocurrir la muerte de su padre, Hassan II.
Los saharauis, un pueblo colonizado y oprimido a sangre y fuego por las fuerzas que el Rey tutela, se negaban rotundamente a llorar el fallecimiento del personaje a quien tenían por principal causante de todos sus males y penurias.Mohammed VI se encargó. Ordenó y cuidó celosamente que sus milicias repartieran con particular e implacable saña, copiosos motivos para el dolor, la rabia y la aflicción colectiva, mediante una pasmosa escalada de terror, desapariciones y muertes, cuyas terribles heridas aún no terminan de cicatrizar.
Luego surge la irritación causada por un incómodo periodista, Alí Lmrabet.
Sus publicaciones irreverentes y capciosas –apoyadas en caricaturas– son sistemáticamente censuradas, recogidas y clausuradas por el reino, una y otra vez, sin producir escarmiento. Vuelven a aparecer, con nuevo cabezal y un mayor tiraje, y con sus páginas cargadas de un humor aún más ácido, aún más punzante y audaz. Como si cupiera mayor atrevimiento.
Y Mohammed VI, quien se presentó ante sus súbditos como un Rey “moderno”, y prometió acabar con la corrupción y desarrollar las libertades democráticas, vio colmada su frágil paciencia cuando las revistas satíricas de Lmrabet (Demain Magazine, un semanario en francés, y Doumane, su versión en árabe) imitaron los desvaríos de cierta prensa golpista: uno de sus trabajos lo tituló “El último Rey”, como si presagiara el fin de una era.
En otras páginas se reseñaba la venta de uno de los palacios reales, en Sjirat, a un grupo hotelero internacional, lo cual era meter sus ajenas y feas narices en los lacrados negocios del Rey. Además, allí quedaban expuestas las debilidades corruptas de militares y jefes policiales.
Dicen que Su Majestad, como era de preverse, sintió en su sangre azul los mismos hervores que sufre otro trastornado monarca constitucional cuando su descarriada mayoría parlamentaria hace aguas. “Y ¿para qué es la partida secreta?” O cuando algún peligroso y desalmado terrorista se atreve a hablar de referendo. ¡Infamia! O cuando la señal radiotelevisada de sus cadenas, originada por el propio canal del Estado, presenta alguna falla técnica, como si no fueran, desde siempre, abundantes y naturales las fallas, disparates y penosos descalabros en los dominios de su reino todo.
Muhammed VI tampoco lo soportó. Apegado a la Constitución, estalló en legítima cólera democrática y social. Quiso darles a los medios fascistas una lección de fineza en sus palaciegos modales, al recomendar al público que enrollara y se metiera las revistas de Lmrabet por ciertas partes íntimas. Y, como colofón de su bíblico arrebato, en el acto acusó al apocalíptico periodista de “ultraje al Rey” y de “poner en peligro la estabilidad del Estado”.
El Rey, pues, es el Estado, “su prolongación misma”. Rey y Estado, árbol de dos raíces, forman una sola e indivisible unidad. ¿Cómo es que se llama el otro alucinado monarca agobiado por esa misma confusión?
“¡Mi honor! –tronaría Muhammed VI al proferir sus maldiciones–. ¡Injuria!
Bastó que aquel ofendido semidiós rabiara así. El tribunal, insospechablemente autónomo en sus fallos, encontró culpable al reo, a ese humorista engendro de todos los morbos y perdiciones imaginadas.
El fiscal del Rey pidió la pena máxima. “Lo que ha hecho Lmrabet es de una extrema gravedad”, declaró, cual obsecuente Defensor del Pueblo cualquiera.
Abogados, periodistas y gente del pueblo, tomaron el recinto tribunalicio. En resuelta protesta sin precedentes, condenaron aquel “simulacro de juicio”, al grito de: “¡Libertad de expresión!”
En semejante trance, Lmrabet, sin instancia creíble a la cual apelar –¡otra coincidencia!–, rápido comprendió que sólo era dueño de su propia y desolada desgracia: se declaró en huelga de hambre.
Postrado en la cama de un hospital que sirve de sitio de reclusión para enfermos presos, en Rabat, la capital, durante siete semanas su estómago no recibió más que agua con azúcar y sueros, casi siempre contra su voluntad, hasta llegar a un estado tal de debilidad que apenas tuvo fuerzas para garabatear el artículo que acaba de publicar Le Monde.
“Me río para mis adentros; perdón, me río bajo las sábanas”, apuntó.
Pero ¿de qué es lo que se ríe este pobre periodista moribundo, casi solo en su causa, abandonado a su suerte y preso por orden del Rey en la cama de un hospital? Se ríe de un mal chiste, de una ironía que rebasó su propia imaginación, de una tremenda y absurda paradoja en la cual se ha visto envuelto y que va en camino de convertirlo, ahora mismo, en nuevo y muy original mártir de la libertad de expresión.
Lmrabet reúne escasas energías para reírse del poder, reírse de sí mismo también, y de los cargos judiciales que le formulan:
“Como si unas cuantas caricaturas y unos cuantos artículos humorísticos impresos en dos publicaciones satíricas que salen adelante gracias a la devoción de cuatro gatos, tuvieran la capacidad de socavar este régimen que reina sobre la vida y las almas de los marroquíes desde hace tres siglos y medio”, escribió.
Lo que quizá no sabe Alí Lmrabet con exactitud, es que mientras él en su mortal debilidad se queja con voz leve de un “mal invisible” el cual impide que su cuerpo le obedezca, los ojos de un mundo globalizado e instantáneo penetran las paredes de su hospital-prisión y registran cada segundo su insólito y descarnado heroísmo.
Definitivamente no está solo en su drama aquel hombre exhausto que se niega a apelar la condenatoria decisión judicial y apenas ha podido balbucear la decisión personal de no desistir, “hasta las últimas consecuencias”.
Así, no se cansa de excitar a sus atribulados colegas:
“No os dejéis intimidar”.
De lo único que Lmrabet se reconoce culpable es de haber hecho humor y sátira en “una sociedad que está harta de llorar sobre su desgracia”.
En tanto, una impresionante campaña librada por decenas de fundaciones y organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos –entre los cuales la libertad de expresión ocupa un sitial fundamental–, ha puesto de relieve las horrendas lacras y monstruosidades de un régimen tiránico que desafía el paso de los tiempos y se aferra a los más primitivos y crueles métodos destinados a aplastar todo indicio de disidencia social.
“Las autoridades –dijo en serio el humorista– deben comprender que hay periodistas dispuestos a ir a la cárcel para defender la libertad de expresión”.
Diarios en diversos puntos del planeta, incluyendo a los más influyentes, emplean ríos de tinta para denunciar la desventura de un periodista cuyas dos modestas publicaciones semanales, juntas, no llegan a los 50.000 ejemplares, en el seno de una nación terriblemente desigual, en donde 37,4% de los hombres y 62,8% de las mujeres son analfabetas.
Varios líderes europeos están intercediendo, ahora, a favor del periodista.
El parlamento estadounidense y el francés se movilizan. También el Rey de España, y decenas de ministros de Justicia de todo el orbe.
Por estos días, ya, la estabilidad del reino de Muhammed VI se ha resentido.
Mulay Hicham, a quien llaman El Príncipe Rojo, primo carnal del Rey, ha minado la férrea unidad de la familia real, al solicitar una entrevista de una hora, a solas, con el prisionero.
El Príncipe le pidió que desistiera de su huelga de hambre, y Lmrabet accedió, “a cambio de nada y sin condiciones”.
Para ayer, lunes 30 de junio, se aguardaba con vivo interés la concesión de una posible gracia real.
Con motivo de la Fiesta del Trono, Muhammed VI tenía una singular ocasión para tragarse su orgullo, e indultar al procesado.
Es probable que en estos mismos instantes, Lmrabet esté recobrando su libertad.
Quizá ahora mismo está descendiendo, trabajosamente, aferrado a la silla de ruedas, del piso en que discurrieran sus desfallecimientos físicos en el hospital Avicena, de Rabat.
A la hora en que ponemos término a la redacción de esta nota –4:55 del amanecer del domingo–, era imposible saberlo.
Pero, aún preso y débil (ha perdido 22 kilos en un mes), la sátira de Lmrabet lo hará libre de acosar y disminuir al opresor.
La irrevocable fuerza de su humor ha hecho trastabillar el sólido trono de un Rey, a quien Lmrabet le pide calma, bajo la promesa suya de “no fundar el Partido de la Risa y el Progreso”.
Sus dos revistas humorísticas de escasa circulación, que “salen adelante” por la “vocación de cuatro gatos”, están a punto de vencer a una monarquía de tres siglos y medio de tradición.
Suficiente para que Lmrabet siga riendo.
Es de jurar que, no importa, reirá aún postrado en la cama del hospital, reducido en la humedad de un calabozo, o debajo de la lápida de su tumba. No importa.
Y de seguro que si algún día oye hablar del desánimo que vence y paraliza en esta hora a tantos venezolanos, el sátiro Lmrabet no podrá contener su carcajada más sonora.
–Un Rey se sintió amenazado por el humor de mi pobre revista. ¿Cómo es que en una democracia todos los medios, junto a una sociedad harta, no van a poder meter en cintura a un Presidente ilegitimado? –se burlará.
Lmrabet, un poco más reflexivo, tendrá otras preguntas:
¿Cuántos habrían sacrificado una sola de sus tristes noches por ganar la inmensa luz de todas las mañanas?
¿Cuántos activistas ciertos tuvo la libertad, y cuántos la verdad?
¿Cuántos pensaron primero en su comodidad que en sus hijos?
¿Cuántos se sintieron derrotados al primer guantazo?
¿Cuántos modificaron en algo sus vidas, hasta cambiar la historia toda?
¿Cuántos estaban dispuestos a ir serenos hasta las últimas consecuencias?
¿Cuántos hicieron un esfuerzo capaz siquiera de nublarles la vista por un instante, o de adormecerles un solo dedo?
¿Cuántos se declararon listos y a tiempo para renunciar al silencio cómplice?
¿Cuántos planearon permanecer agazapados hasta el último momento?
¿Cuántos condenaron sin hacer?
¿Cuántos midieron sus dividendos de usura?
¿Cuántos abandonaron dignamente sus personales blanduras, sus molicies y apetencias, en aras de recobrar la libertad de todos?
¿Cuántos, ah?

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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela