En la Asamblea Nacional, Castro definió el modelo de gobierno que concibe para los venezolanos. Desestimó la burguesa división de Poderes. Nos restregó los niveles de pobreza, analfabetismo y mortalidad infantil, cuidándose, por ejemplo, de no aclarar qué leen, aparte de sus discursos en el Granma, los tantos cubanos alfabetizados. Del ‘58 al ’99 nada digno registra en el país. “¿Por qué no han alcanzado el desarrollo de Suecia?”, increpó severo. Cuba, en cambio...
El discurso de Castro careció de la emoción de los viejos tiempos, así como de la revisión conceptual que imponen los nuevos. Pero sus anfitriones no estaban reunidos allí para reparar en minucias de estilo. Le oyeron entre convulsiones de veneración que a él mismo, en lo más íntimo, debieron sorprender. Al canciller, a quien hasta ayer nomás el país tenía por hombre serio y circunspecto, se le vio aplaudir cual colegial, cuando Fidel pasaba lista de quiénes deben ser nuestros amigos o enemigos en el concierto internacional.
Entre himnos que por corrientes pierden solemnidad, cursi intercambio de condecoraciones y una obsesiva evocación a Bolívar que ya se torna sospechosa, el mensaje de Castro, carcomido por la herrumbre como ancla en el fondo del mar, y el grueso de sus teorías, que forman burlesca galería del anticuario ideológico, fueron interpretados con solícita claridad. Venezuela, según deslizaran los restos de su elocuencia, a menos que pretenda faltar a su compromiso histórico, a su honor, y a su caro legado bolivariano, debe cerrar filas junto a él, y atar su destino al de él y su revolución marxista. Pase lo que pase después.
Además, ya él en sus escasos ratos de ocio tuvo la delicadeza de sacar las cuentas por nosotros, y esas cuentas dan perfectamente. Venezuela, dijo apenas pisara Maiquetía, está en excelentes condiciones para enfrentarse a los Estados Unidos, y soportar airosamente todas sus interferencias. ¡Gracias!
Lanza en ristre, sin pérdida de tiempo, los venezolanos tenemos que salir ahora mismo por los montes y caminos más polvorientos, y emprender valerosas hazañas en los escenarios del mundo, animados por la quijotesca tarea de deshacer el cúmulo de entuertos que injusticias y mezquindades inmemoriales le han deparado, durante más de cuatro largas décadas de invicto mando. ¡Son 41 años! 41 años al frente de un partido único. ¿La receta?: cero oposición, cero sindicatos, cero prensa independiente. La Constitución de 1972 (reformada en 1992) define, sin espacio para equívocos, en su artículo 5°, que: “el Partido Comunista de Cuba (...) es la fuerza dirigente de la sociedad y del Estado”. Basta acusar de “desacato” a un periodista, o de “contrarrevolucionario” a un disidente, o de “no confiable”, o de “vago sin valores patrios”, a cualquier mortal, para dar con sus huesos en la cárcel como prisionero de conciencia. Quienes huyen en balsas suicidas son “gusanos”. ¿No es una delicia de modelo?
Nosotros estamos en la obligación moral de saldar una afrenta que comenzó cuando, no precisamente a causa de ningún estallido nuclear, se desintegró la Unión Soviética, potencia militar imperialista, valga recordar, con un historial de invasiones armadas tan indefendibles como la de Checoslovaquia. La hecatombe se produjo apenas soplaron dentro de la URSS, aires de forzosa modernidad. Aún sin bloqueos, aquella vetusta estructura política, económica y social, dominada por una inflexible gerontocracia, no pudo resistir la presión de la apertura. La demanda de glasnov, o de transparencia, resultó demasiado en ambientes herméticamente cerrados para las ideas, hasta la asfixia. ¿La receta?: otra vez cero renovación de un liderazgo eternizado y vertical, cero debate, cero participación de la sociedad civil –monigote contemplativo– en la toma de decisiones.
Castro, quien se declaró comunista mucho después de haber bajado de la Sierra Maestra con un crucifijo colgándole del pecho, había perdido no sólo la fuente de su identidad ideológica. Con el impensable derrumbe de la Unión Soviética, el cese de la Guerra Fría, proceso que puso a descansar la paz del mundo en el llamado equilibrio del terror, dejó a la Cuba fidelista fuera de juego en las tablas del ajedrez mundial, privado de sus mercados fundamentales y del millonario y prolongado subsidio soviético (divisas, combustible, alimentos, materias primas, equipos y piezas.)
Los recursos de importación se vieron reducidos ¡en un 75%! La producción azucarera, que cayó desde un nivel de 7 millones de toneladas hasta 3,3 millones, no supera hoy los índices de los años ’30. La industria turística ha debido ser confiada a manos de empresarios españoles y canadienses. Es sabido que la exploración petrolera en el subsuelo insular, contrario a lo que asegurara Castro, está signada por un altísimo riesgo que pocos países desean asumir. Para colmo, en América no ha surgido todo este tiempo otra esperanza roja. Sólo en la guerrilla colombiana se detecta una afinidad respecto al romántico fetichismo guevarista lavado en tráfico de drogas. En tanto, Rusia hace tardíos esfuerzos por insertarse a la economía de mercado. China se apresura a establecer estratégicos nexos comerciales con los Estados Unidos. ¿No era lógico que, en semejante trance, Fidel volteara nuevamente su patriarcal mirada hacia nuestro cándido país?
Pero el asunto ha sido planteado de tal forma que no sólo la Venezuela chavista se siente llamada a suplir los auxilios financieros cortados un día a Cuba por la desaparecida Unión Soviética, con la entrega –Acuerdo San José mediante– de 106.000 barriles diarios de petróleo pagaderos en dudosas especies. (¿Se da por sobreentendida la opinión favorable del soberano, dueño y señor de esta naciente democracia participativa?) Encima de los años muertos y del simbólico 2 por ciento de interés anual, fijados escasos minutos después de una gesticulosa batalla por precios justos en el seno de la OPEP, para sellar esta graciosa transacción de 1.000 millones de dólares en los seis años del Acuerdo, se rinde un homenaje colmado de agradecimiento, a un Fidel a quien se aplaudió, asintió y festejó, de pie, entre colectivos arrebatos histéricos captados por la cadena televisiva de siempre, de a cada rato.
“Ejemplo moral para América Latina y el Caribe” le declararon, como antes el actualizado Ministerio de Educación proclamó “guerrillero heroico” al Ché Guevara. “Estar con Fidel Castro es como estar con Bolívar”, fue el primor que deliró estremecido nuestro embajador en La Habana. Castro sólo oía, recibía, admitía. “Yo no pedí nada. Toda la idea fue de Hugo”, esquivó un simple y elemental agradecimiento. Luego se le ve manoseando la espada del Libertador. Le entregan llaves a granel, algunas, como la de Barquisimeto, decretada para él. Lo pasean, en taumatúrgica postura, por sobre las heridas aún incuradas de Vargas. En Sabaneta sí se soltó el moño del cinismo. Él, quien ha visto subir y caer en 40 años a todo un catálogo de líderes en tantas partes del mundo, predijo, sin tartamudear, que la casa natal de Chávez será un templo histórico, “tal como lo es la casa de Bolívar”. ¡Una pelusa! Mientras, las Fuerzas Armadas, deliberantes como el que más, atienden la orden de borrar agravios teñidos en la sangre de cientos de sus hombres caídos en la emboscada subversiva. ¿Qué lección se da, ahora, a los cadetes en la Academia Militar? ¿Cuál es el trato que debe darle en los nuevos tiempos un soldado venezolano a un guerrillero, en el curso de una operación escenificada en la frontera con Colombia? De paso, el memorioso comandante habanero se atrevió a decir solemnemente en el seno de la Asamblea Nacional –así se llama casualmente, también, el parlamento de Cuba–, que no tiene motivo alguno para pedir perdón a los venezolanos. Lo volvería a hacer, pues. No le temblaría el pulso.
En la sesión, Castro definió además el modelo de gobierno que concibe para esta nación. Sólo Bolívar y Chávez se salvaron de su rasante condena. Habló de falsas libertades. Del ‘58 al ’99 nada digno registra. “¿Por qué no han alcanzado el desarrollo de Suecia?”, increpó severo. No quiso ni nombrar al Presidente que en la década de los ’60 le impidió exportar hasta acá su revolución. De haber tenido éxito aquí entonces con las armas, ¿ya seríamos Suecia? Desestimó la burguesa división de Poderes. Lanzó sospechas sobre los fondos electorales del “otro” candidato. Nos restregó los niveles de pobreza, analfabetismo y mortalidad infantil, cuidándose, por ejemplo, de no aclarar qué leen, aparte de sus discursos en el Granma, los tantos cubanos alfabetizados. Chávez, a quien Castro “adivinó” en la cárcel, es el único venezolano capacitado para el ejercicio del gobierno, hasta nuevo aviso. Todo adversario político, profetizó, será “aplastado” sin remedio por turbas enfurecidas, apenas se asome. ¡Qué gusto da ese tipo de injerencia en nuestros asuntos!
Castro –“el viejo”, lo llama Chávez– es ahora apenas la sombra andante de su propia leyenda. Sólo es lo que una vez fue. Cualquiera concluye al verlo que sería ingenuo sentarse a trazar planes a mediano plazo con él. La gente acudió a escudriñarlo con la curiosidad de quien se acerca a detallar los rasgos de una reliquia única en el museo. Y entre ir un domingo de visita al museo y tener vocación de reliquia hay un trecho insalvable. Por eso el público congeló confundido su ovación cuando, nada menos que en la Universidad Politécnica, un joven estudiante cubano se atragantó en su andanada de consignas de adoctrinamiento, para condenar a la internet. Llamó “una burla” a la superautopista de la información. ¡Qué raya para la Universidad! Y, ¿qué tal cuando criticó a todo quien aspira a tener carro y casa propios? ¡Todos los que estaban allí! (De paso, qué mal leyó su discurso el representante de las autoridades) ¡Qué raya!
El bloqueo ha empobrecido a los cubanos, pero le ha brindado a Castro el gran argumento para perpetuarse en el poder. La URSS se desintegró sin bloqueo. En Cuba fluye la divisa estadounidense. Operan las grandes cadenas americanas. La inversión extranjera que en Venezuela es criminalmente espantada, en la isla comunista la atraen sin complejos. Hasta la emblemática Coca Cola se expende allá por doquier. Castro, eso sí, se llevó de regreso la posibilidad, en dólares, de financiar, seis años más, la marcha de una revolución agónicamente sujeta a su omnipresencia, a su mano dura, a su palabra que, como en la ranchera, es la ley. ¡Cuánto no es ese respiro para el anciano caudillo! Debe ser particularmente terrible el insomnio de quien manda por tan largo tiempo y tiene lúcida conciencia de que su cercano vacío físico desatará la irrupción de fuerzas que necesitan ser contenidas, día a día, con el empleo de talento, maña y... mucha fuerza. Llegado a ese punto, es natural que el anhelo de morir en cama propia, y en la blandura del poder sostenido hasta el fin, pase a convertirse en indecible tormento. Peor, si una mirada a los herederos posibles no es capaz de provocarle sino amarga desolación.
El discurso de Castro careció de la emoción de los viejos tiempos, así como de la revisión conceptual que imponen los nuevos. Pero sus anfitriones no estaban reunidos allí para reparar en minucias de estilo. Le oyeron entre convulsiones de veneración que a él mismo, en lo más íntimo, debieron sorprender. Al canciller, a quien hasta ayer nomás el país tenía por hombre serio y circunspecto, se le vio aplaudir cual colegial, cuando Fidel pasaba lista de quiénes deben ser nuestros amigos o enemigos en el concierto internacional.
Entre himnos que por corrientes pierden solemnidad, cursi intercambio de condecoraciones y una obsesiva evocación a Bolívar que ya se torna sospechosa, el mensaje de Castro, carcomido por la herrumbre como ancla en el fondo del mar, y el grueso de sus teorías, que forman burlesca galería del anticuario ideológico, fueron interpretados con solícita claridad. Venezuela, según deslizaran los restos de su elocuencia, a menos que pretenda faltar a su compromiso histórico, a su honor, y a su caro legado bolivariano, debe cerrar filas junto a él, y atar su destino al de él y su revolución marxista. Pase lo que pase después.
Además, ya él en sus escasos ratos de ocio tuvo la delicadeza de sacar las cuentas por nosotros, y esas cuentas dan perfectamente. Venezuela, dijo apenas pisara Maiquetía, está en excelentes condiciones para enfrentarse a los Estados Unidos, y soportar airosamente todas sus interferencias. ¡Gracias!
Lanza en ristre, sin pérdida de tiempo, los venezolanos tenemos que salir ahora mismo por los montes y caminos más polvorientos, y emprender valerosas hazañas en los escenarios del mundo, animados por la quijotesca tarea de deshacer el cúmulo de entuertos que injusticias y mezquindades inmemoriales le han deparado, durante más de cuatro largas décadas de invicto mando. ¡Son 41 años! 41 años al frente de un partido único. ¿La receta?: cero oposición, cero sindicatos, cero prensa independiente. La Constitución de 1972 (reformada en 1992) define, sin espacio para equívocos, en su artículo 5°, que: “el Partido Comunista de Cuba (...) es la fuerza dirigente de la sociedad y del Estado”. Basta acusar de “desacato” a un periodista, o de “contrarrevolucionario” a un disidente, o de “no confiable”, o de “vago sin valores patrios”, a cualquier mortal, para dar con sus huesos en la cárcel como prisionero de conciencia. Quienes huyen en balsas suicidas son “gusanos”. ¿No es una delicia de modelo?
Nosotros estamos en la obligación moral de saldar una afrenta que comenzó cuando, no precisamente a causa de ningún estallido nuclear, se desintegró la Unión Soviética, potencia militar imperialista, valga recordar, con un historial de invasiones armadas tan indefendibles como la de Checoslovaquia. La hecatombe se produjo apenas soplaron dentro de la URSS, aires de forzosa modernidad. Aún sin bloqueos, aquella vetusta estructura política, económica y social, dominada por una inflexible gerontocracia, no pudo resistir la presión de la apertura. La demanda de glasnov, o de transparencia, resultó demasiado en ambientes herméticamente cerrados para las ideas, hasta la asfixia. ¿La receta?: otra vez cero renovación de un liderazgo eternizado y vertical, cero debate, cero participación de la sociedad civil –monigote contemplativo– en la toma de decisiones.
Castro, quien se declaró comunista mucho después de haber bajado de la Sierra Maestra con un crucifijo colgándole del pecho, había perdido no sólo la fuente de su identidad ideológica. Con el impensable derrumbe de la Unión Soviética, el cese de la Guerra Fría, proceso que puso a descansar la paz del mundo en el llamado equilibrio del terror, dejó a la Cuba fidelista fuera de juego en las tablas del ajedrez mundial, privado de sus mercados fundamentales y del millonario y prolongado subsidio soviético (divisas, combustible, alimentos, materias primas, equipos y piezas.)
Los recursos de importación se vieron reducidos ¡en un 75%! La producción azucarera, que cayó desde un nivel de 7 millones de toneladas hasta 3,3 millones, no supera hoy los índices de los años ’30. La industria turística ha debido ser confiada a manos de empresarios españoles y canadienses. Es sabido que la exploración petrolera en el subsuelo insular, contrario a lo que asegurara Castro, está signada por un altísimo riesgo que pocos países desean asumir. Para colmo, en América no ha surgido todo este tiempo otra esperanza roja. Sólo en la guerrilla colombiana se detecta una afinidad respecto al romántico fetichismo guevarista lavado en tráfico de drogas. En tanto, Rusia hace tardíos esfuerzos por insertarse a la economía de mercado. China se apresura a establecer estratégicos nexos comerciales con los Estados Unidos. ¿No era lógico que, en semejante trance, Fidel volteara nuevamente su patriarcal mirada hacia nuestro cándido país?
Pero el asunto ha sido planteado de tal forma que no sólo la Venezuela chavista se siente llamada a suplir los auxilios financieros cortados un día a Cuba por la desaparecida Unión Soviética, con la entrega –Acuerdo San José mediante– de 106.000 barriles diarios de petróleo pagaderos en dudosas especies. (¿Se da por sobreentendida la opinión favorable del soberano, dueño y señor de esta naciente democracia participativa?) Encima de los años muertos y del simbólico 2 por ciento de interés anual, fijados escasos minutos después de una gesticulosa batalla por precios justos en el seno de la OPEP, para sellar esta graciosa transacción de 1.000 millones de dólares en los seis años del Acuerdo, se rinde un homenaje colmado de agradecimiento, a un Fidel a quien se aplaudió, asintió y festejó, de pie, entre colectivos arrebatos histéricos captados por la cadena televisiva de siempre, de a cada rato.
“Ejemplo moral para América Latina y el Caribe” le declararon, como antes el actualizado Ministerio de Educación proclamó “guerrillero heroico” al Ché Guevara. “Estar con Fidel Castro es como estar con Bolívar”, fue el primor que deliró estremecido nuestro embajador en La Habana. Castro sólo oía, recibía, admitía. “Yo no pedí nada. Toda la idea fue de Hugo”, esquivó un simple y elemental agradecimiento. Luego se le ve manoseando la espada del Libertador. Le entregan llaves a granel, algunas, como la de Barquisimeto, decretada para él. Lo pasean, en taumatúrgica postura, por sobre las heridas aún incuradas de Vargas. En Sabaneta sí se soltó el moño del cinismo. Él, quien ha visto subir y caer en 40 años a todo un catálogo de líderes en tantas partes del mundo, predijo, sin tartamudear, que la casa natal de Chávez será un templo histórico, “tal como lo es la casa de Bolívar”. ¡Una pelusa! Mientras, las Fuerzas Armadas, deliberantes como el que más, atienden la orden de borrar agravios teñidos en la sangre de cientos de sus hombres caídos en la emboscada subversiva. ¿Qué lección se da, ahora, a los cadetes en la Academia Militar? ¿Cuál es el trato que debe darle en los nuevos tiempos un soldado venezolano a un guerrillero, en el curso de una operación escenificada en la frontera con Colombia? De paso, el memorioso comandante habanero se atrevió a decir solemnemente en el seno de la Asamblea Nacional –así se llama casualmente, también, el parlamento de Cuba–, que no tiene motivo alguno para pedir perdón a los venezolanos. Lo volvería a hacer, pues. No le temblaría el pulso.
En la sesión, Castro definió además el modelo de gobierno que concibe para esta nación. Sólo Bolívar y Chávez se salvaron de su rasante condena. Habló de falsas libertades. Del ‘58 al ’99 nada digno registra. “¿Por qué no han alcanzado el desarrollo de Suecia?”, increpó severo. No quiso ni nombrar al Presidente que en la década de los ’60 le impidió exportar hasta acá su revolución. De haber tenido éxito aquí entonces con las armas, ¿ya seríamos Suecia? Desestimó la burguesa división de Poderes. Lanzó sospechas sobre los fondos electorales del “otro” candidato. Nos restregó los niveles de pobreza, analfabetismo y mortalidad infantil, cuidándose, por ejemplo, de no aclarar qué leen, aparte de sus discursos en el Granma, los tantos cubanos alfabetizados. Chávez, a quien Castro “adivinó” en la cárcel, es el único venezolano capacitado para el ejercicio del gobierno, hasta nuevo aviso. Todo adversario político, profetizó, será “aplastado” sin remedio por turbas enfurecidas, apenas se asome. ¡Qué gusto da ese tipo de injerencia en nuestros asuntos!
Castro –“el viejo”, lo llama Chávez– es ahora apenas la sombra andante de su propia leyenda. Sólo es lo que una vez fue. Cualquiera concluye al verlo que sería ingenuo sentarse a trazar planes a mediano plazo con él. La gente acudió a escudriñarlo con la curiosidad de quien se acerca a detallar los rasgos de una reliquia única en el museo. Y entre ir un domingo de visita al museo y tener vocación de reliquia hay un trecho insalvable. Por eso el público congeló confundido su ovación cuando, nada menos que en la Universidad Politécnica, un joven estudiante cubano se atragantó en su andanada de consignas de adoctrinamiento, para condenar a la internet. Llamó “una burla” a la superautopista de la información. ¡Qué raya para la Universidad! Y, ¿qué tal cuando criticó a todo quien aspira a tener carro y casa propios? ¡Todos los que estaban allí! (De paso, qué mal leyó su discurso el representante de las autoridades) ¡Qué raya!
El bloqueo ha empobrecido a los cubanos, pero le ha brindado a Castro el gran argumento para perpetuarse en el poder. La URSS se desintegró sin bloqueo. En Cuba fluye la divisa estadounidense. Operan las grandes cadenas americanas. La inversión extranjera que en Venezuela es criminalmente espantada, en la isla comunista la atraen sin complejos. Hasta la emblemática Coca Cola se expende allá por doquier. Castro, eso sí, se llevó de regreso la posibilidad, en dólares, de financiar, seis años más, la marcha de una revolución agónicamente sujeta a su omnipresencia, a su mano dura, a su palabra que, como en la ranchera, es la ley. ¡Cuánto no es ese respiro para el anciano caudillo! Debe ser particularmente terrible el insomnio de quien manda por tan largo tiempo y tiene lúcida conciencia de que su cercano vacío físico desatará la irrupción de fuerzas que necesitan ser contenidas, día a día, con el empleo de talento, maña y... mucha fuerza. Llegado a ese punto, es natural que el anhelo de morir en cama propia, y en la blandura del poder sostenido hasta el fin, pase a convertirse en indecible tormento. Peor, si una mirada a los herederos posibles no es capaz de provocarle sino amarga desolación.
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