A propósito del Proyecto Educativo Nacional
El Estado no puede desentenderse de la fijación y observancia de las políticas educativas. Les son inherentes. Lo que no resulta tolerable es que la escuela sea penetrada por la política de partido. El aula es territorio ajeno al combate partidista, y más aún, a la infiltración ideológica, al adoctrinamiento. No es ético
¿Debe participar el Estado, cualquier Estado, en el diseño y ejecución de las políticas educativas?
Esta es una vieja discusión. Y la respuesta suele ser un rotundo e invariable: sí.
Hay pensadores que, incluso, van aún más allá. El Estado, apuntan, debe intervenir en la vida privada, siempre que lo haga en nombre de la tolerancia y la diversidad. Es decir, para proteger la libertad.
Ahora bien, libertad es identidad. Lo lícito, aduce el español Miguel Martínez, catedrático de Teoría de la Educación, es que el progreso consista en el logro de niveles de igualdad –que no de igualación ni uniformación–. A su juicio, “debe potenciarse aquello que es propio y particular, aquello que alimenta la diferencia”.
Algo debe quedar bien claro aquí. Una cosa es proteger el concepto de brindar igualdad de oportunidades y otra, diametralmente distinta, pretender que todos los ciudadanos de una nación piensen y obren iguales. De esta automatización no puede derivar más que un colectivismo que ha dado ya en el mundo suficientes muestras de ruinoso fracaso como modelo político, económico y social. He allí el seguro “camino a la servidumbre”, según lo asegura en su memorable libro, así titulado, el austriaco Premio Nóbel de Economía (1974) Friedrich A. Hayek.
Lo ideal es que la educación dote al ciudadano de las herramientas fundamentales para el desarrollo del juicio, de su conciencia libre, a fin de que se sienta en condiciones de conducirse socialmente, movido por su propio albedrío. Apto para digerir información y convertirla en conocimiento. Con un sentido crítico y creador. Con abierta “libertad no sólo de actuar sino de pensar y de querer”. Con criterios morales propios, de autodeterminación, esto es, plena capacidad para orientarse con autonomía. ¿No fue John Stuart Mill quien planteara que la democracia, más que un rígido sistema de reglas e instituciones, es, más bien, un conjunto de prácticas participativas, destinadas a la creación de autonomía en los individuos?
En una era signada por el advenimiento de la biotecnología y a las puertas de la llamada “era genética” del siglo XXI, el proceso educativo en el mundo está colmado de demandas, riesgos e incalculables desafíos. Uno de ellos es el de la globalización. Frente a esta crucial coyuntura, a la educación se le considera clave en el crecimiento económico, la equidad social y la participación de los ciudadanos en la vida política de las naciones.
El conocimiento, el fomento de la ciencia y la tecnología, la capacidad de producir, determinarán el poder de competitividad de cada país y su inserción eficaz en ese espectro global. País que no se modernice ni estructure modelos de apertura, en forma irremediable estará condenándose a quedar rezagado, marginado. Los problemas de pobreza y desigualdad no han sido atenuados jamás con profusión de discursos y advertencias, abstracción hecha de si están o no bien intencionados quienes los emiten.
Por ello es que la educación, a juicio de Fernando Savater, es la única forma que existe de liberar a los hombres del destino. La educación, asienta, “es la antifatalidad por excelencia. Lo que se opone a que el hijo del pobre tenga que ser siempre pobre; a que el hijo del ignorante tenga que ser siempre ignorante. Educar es educar contra el destino, que no hace más que repetir las miserias, las esclavitudes, las tiranías, etc.”
Por todo esto y mucho más, el Estado no puede desentenderse de la fijación y observancia de las políticas educativas. Les son inherentes. Es su insoslayable obligación inmiscuirse en ellas. Lo que no resulta tolerable es que la escuela sea penetrada por la política de partido. En esto existe un cabal consenso. El aula es territorio ajeno, completamente vedado, a la rivalidad partidista, y mucho más aún, a la infiltración ideológica, al adoctrinamiento, a la inculcación de valores determinados. No es ético.
La “nueva escuela”, en democracia, debe estar al servicio de la construcción de un modelo de sociedad acordado con un sentido abierto, plural, consensual.
La “propuesta” venezolana
¿Cómo piensa abordar Venezuela los desafíos de su sistema educativo?
El ministerio de Educación, Cultura y Deportes ha procedido a implantar una serie de normas que han causado profunda sorpresa en el resto de actores del hecho educativo nacional, lo cual, de por sí, revela su carácter inconsulto, clandestino.
La suspensión progresiva de la asignatura religiosa es un elemento, no aislado. Otro, la condición de obligatoriedad dada a la instrucción premilitar. Está, además, la controvertida creación de la figura del Supervisor Itinerante Nacional, nombrado a dedo, sin someterse a los concursos de méritos y con facultad para intervenir escuelas públicas y colegios privados.
A nuestras manos ha llegado un papel de trabajo actualmente en discusión por parte de las más altas autoridades del ministerio de Educación, contentivo de los postulados del Proyecto Educativo Nacional, el cual podría ser aprobado en el 2001
Entre otros puntos, en el texto, plagado de una extraña terminología, se define el objetivo de convertir a la familia en un “agente de socialización”. Y a la escuela, como eslabón del Poder Popular Local, en un “centro del quehacer comunitario para superar la exclusión social”. El aula deberá estar comprometida “con los procesos constructores de la nueva sociedad”.
Se habla asimismo del “fortalecimiento del tejido social a través de las asambleas populares, redes y colectivos comunitarios”.
En lo político: “fomento de la organización de diversas modalidades comunitarias desde lo local hacia lo parroquial, municipal y regional (...)”
En lo pedagógico andragógico: “formación político-pedagógica del docente, centrada en la interacción escuela-comunidad”.
Se anota allí el nuevo ministerio de Educación hallazgos enciclopédicos como estos: “el hombre hace la historia”. La escuela comunitaria “es un espacio donde se desarrolla un proceso de enseñanza y aprendizaje entendido como un diálogo de saberes de lo local para entender lo universal”.
Luego leemos:
“¿Cómo hacerlo entre todos? El ejercicio del poder, ¿a qué conduce o para qué sirve? Propósito: Construir una cultura de la participación ciudadana que garantice la irreversibilidad del proceso revolucionario de la República Bolivariana de Venezuela”.
En esas línea pareciera estar resumido todo.
Revísese, por favor, con detenimiento lo que sigue. En el papel que nos ocupa se promueve un:
“espacio para el empoderamiento a través del debate permanente, la opinión, la crítica, la presión y las propuestas de soluciones acerca de los asuntos públicos en colectivos comunitarios y/o organizados en redes sociales”.
Además, se plantea la conformación de la Comunidad Educativa, dentro de la perspectiva del “gobierno escolar”, en los siguientes términos:
-“elegir los voceros por calles, sector, etc., para garantizar la integración del territorio, de los liderazgos y oportunidades de las comunidades”.
-“mapear el ámbito geográfico de actuación”.
-“elegir las vocerías por calles, callejones, sectores, colectivos comunitarios, empresas y comercios existentes en las comunidades”.
La Escuela Comunitaria, ¡cosa más grande!, deberá fortalecer los procesos productivos: artesanías, tecnologías alternativas populares, convite, callapa, manovuelta... (¿?)
El documento nos advierte que el ministerio de Educación, Cultura y Deportes “asume la ciudadanización”. No define cuál. Ni a qué “nueva sociedad”, ni a qué “nuevo proyecto político nacional de país” hace referencia. En lugar de aclararlo, añade que ese organismo también ha decidido adoptar “una nueva forma de intervención y organización social”.
La escuela constituirá “el espacio de concreción de esa nueva cultura”, se puntualiza unas líneas más adelante.
Por nuestra parte, caben estas simples preguntas:
¿Nos hará esta escuela ciudadanos más libres, más autónomos, más críticos y creadores? ¿Hará de nuestros niños individuos dotados de criterios morales propios? ¿Formará una generación de ciudadanos con una mayor capacidad de autodeterminación? ¿Será una escuela para la igualdad, o para la igualación y la uniformación? ¿Es precisamente este proyecto de “nueva escuela” el que nos liberará de la fatalidad, como dice Savater? ¿O es esta escuela la fatalidad misma?
El Estado no puede desentenderse de la fijación y observancia de las políticas educativas. Les son inherentes. Lo que no resulta tolerable es que la escuela sea penetrada por la política de partido. El aula es territorio ajeno al combate partidista, y más aún, a la infiltración ideológica, al adoctrinamiento. No es ético
¿Debe participar el Estado, cualquier Estado, en el diseño y ejecución de las políticas educativas?
Esta es una vieja discusión. Y la respuesta suele ser un rotundo e invariable: sí.
Hay pensadores que, incluso, van aún más allá. El Estado, apuntan, debe intervenir en la vida privada, siempre que lo haga en nombre de la tolerancia y la diversidad. Es decir, para proteger la libertad.
Ahora bien, libertad es identidad. Lo lícito, aduce el español Miguel Martínez, catedrático de Teoría de la Educación, es que el progreso consista en el logro de niveles de igualdad –que no de igualación ni uniformación–. A su juicio, “debe potenciarse aquello que es propio y particular, aquello que alimenta la diferencia”.
Algo debe quedar bien claro aquí. Una cosa es proteger el concepto de brindar igualdad de oportunidades y otra, diametralmente distinta, pretender que todos los ciudadanos de una nación piensen y obren iguales. De esta automatización no puede derivar más que un colectivismo que ha dado ya en el mundo suficientes muestras de ruinoso fracaso como modelo político, económico y social. He allí el seguro “camino a la servidumbre”, según lo asegura en su memorable libro, así titulado, el austriaco Premio Nóbel de Economía (1974) Friedrich A. Hayek.
Lo ideal es que la educación dote al ciudadano de las herramientas fundamentales para el desarrollo del juicio, de su conciencia libre, a fin de que se sienta en condiciones de conducirse socialmente, movido por su propio albedrío. Apto para digerir información y convertirla en conocimiento. Con un sentido crítico y creador. Con abierta “libertad no sólo de actuar sino de pensar y de querer”. Con criterios morales propios, de autodeterminación, esto es, plena capacidad para orientarse con autonomía. ¿No fue John Stuart Mill quien planteara que la democracia, más que un rígido sistema de reglas e instituciones, es, más bien, un conjunto de prácticas participativas, destinadas a la creación de autonomía en los individuos?
En una era signada por el advenimiento de la biotecnología y a las puertas de la llamada “era genética” del siglo XXI, el proceso educativo en el mundo está colmado de demandas, riesgos e incalculables desafíos. Uno de ellos es el de la globalización. Frente a esta crucial coyuntura, a la educación se le considera clave en el crecimiento económico, la equidad social y la participación de los ciudadanos en la vida política de las naciones.
El conocimiento, el fomento de la ciencia y la tecnología, la capacidad de producir, determinarán el poder de competitividad de cada país y su inserción eficaz en ese espectro global. País que no se modernice ni estructure modelos de apertura, en forma irremediable estará condenándose a quedar rezagado, marginado. Los problemas de pobreza y desigualdad no han sido atenuados jamás con profusión de discursos y advertencias, abstracción hecha de si están o no bien intencionados quienes los emiten.
Por ello es que la educación, a juicio de Fernando Savater, es la única forma que existe de liberar a los hombres del destino. La educación, asienta, “es la antifatalidad por excelencia. Lo que se opone a que el hijo del pobre tenga que ser siempre pobre; a que el hijo del ignorante tenga que ser siempre ignorante. Educar es educar contra el destino, que no hace más que repetir las miserias, las esclavitudes, las tiranías, etc.”
Por todo esto y mucho más, el Estado no puede desentenderse de la fijación y observancia de las políticas educativas. Les son inherentes. Es su insoslayable obligación inmiscuirse en ellas. Lo que no resulta tolerable es que la escuela sea penetrada por la política de partido. En esto existe un cabal consenso. El aula es territorio ajeno, completamente vedado, a la rivalidad partidista, y mucho más aún, a la infiltración ideológica, al adoctrinamiento, a la inculcación de valores determinados. No es ético.
La “nueva escuela”, en democracia, debe estar al servicio de la construcción de un modelo de sociedad acordado con un sentido abierto, plural, consensual.
La “propuesta” venezolana
¿Cómo piensa abordar Venezuela los desafíos de su sistema educativo?
El ministerio de Educación, Cultura y Deportes ha procedido a implantar una serie de normas que han causado profunda sorpresa en el resto de actores del hecho educativo nacional, lo cual, de por sí, revela su carácter inconsulto, clandestino.
La suspensión progresiva de la asignatura religiosa es un elemento, no aislado. Otro, la condición de obligatoriedad dada a la instrucción premilitar. Está, además, la controvertida creación de la figura del Supervisor Itinerante Nacional, nombrado a dedo, sin someterse a los concursos de méritos y con facultad para intervenir escuelas públicas y colegios privados.
A nuestras manos ha llegado un papel de trabajo actualmente en discusión por parte de las más altas autoridades del ministerio de Educación, contentivo de los postulados del Proyecto Educativo Nacional, el cual podría ser aprobado en el 2001
Entre otros puntos, en el texto, plagado de una extraña terminología, se define el objetivo de convertir a la familia en un “agente de socialización”. Y a la escuela, como eslabón del Poder Popular Local, en un “centro del quehacer comunitario para superar la exclusión social”. El aula deberá estar comprometida “con los procesos constructores de la nueva sociedad”.
Se habla asimismo del “fortalecimiento del tejido social a través de las asambleas populares, redes y colectivos comunitarios”.
En lo político: “fomento de la organización de diversas modalidades comunitarias desde lo local hacia lo parroquial, municipal y regional (...)”
En lo pedagógico andragógico: “formación político-pedagógica del docente, centrada en la interacción escuela-comunidad”.
Se anota allí el nuevo ministerio de Educación hallazgos enciclopédicos como estos: “el hombre hace la historia”. La escuela comunitaria “es un espacio donde se desarrolla un proceso de enseñanza y aprendizaje entendido como un diálogo de saberes de lo local para entender lo universal”.
Luego leemos:
“¿Cómo hacerlo entre todos? El ejercicio del poder, ¿a qué conduce o para qué sirve? Propósito: Construir una cultura de la participación ciudadana que garantice la irreversibilidad del proceso revolucionario de la República Bolivariana de Venezuela”.
En esas línea pareciera estar resumido todo.
Revísese, por favor, con detenimiento lo que sigue. En el papel que nos ocupa se promueve un:
“espacio para el empoderamiento a través del debate permanente, la opinión, la crítica, la presión y las propuestas de soluciones acerca de los asuntos públicos en colectivos comunitarios y/o organizados en redes sociales”.
Además, se plantea la conformación de la Comunidad Educativa, dentro de la perspectiva del “gobierno escolar”, en los siguientes términos:
-“elegir los voceros por calles, sector, etc., para garantizar la integración del territorio, de los liderazgos y oportunidades de las comunidades”.
-“mapear el ámbito geográfico de actuación”.
-“elegir las vocerías por calles, callejones, sectores, colectivos comunitarios, empresas y comercios existentes en las comunidades”.
La Escuela Comunitaria, ¡cosa más grande!, deberá fortalecer los procesos productivos: artesanías, tecnologías alternativas populares, convite, callapa, manovuelta... (¿?)
El documento nos advierte que el ministerio de Educación, Cultura y Deportes “asume la ciudadanización”. No define cuál. Ni a qué “nueva sociedad”, ni a qué “nuevo proyecto político nacional de país” hace referencia. En lugar de aclararlo, añade que ese organismo también ha decidido adoptar “una nueva forma de intervención y organización social”.
La escuela constituirá “el espacio de concreción de esa nueva cultura”, se puntualiza unas líneas más adelante.
Por nuestra parte, caben estas simples preguntas:
¿Nos hará esta escuela ciudadanos más libres, más autónomos, más críticos y creadores? ¿Hará de nuestros niños individuos dotados de criterios morales propios? ¿Formará una generación de ciudadanos con una mayor capacidad de autodeterminación? ¿Será una escuela para la igualdad, o para la igualación y la uniformación? ¿Es precisamente este proyecto de “nueva escuela” el que nos liberará de la fatalidad, como dice Savater? ¿O es esta escuela la fatalidad misma?
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Nuestra relación con Colombia ha estado regida por una diplomacia desastrosa. O, peor aún, por una absoluta carencia de diplomacia.
Desde todo punto de vista resulta impropio llamar diplomacia a una bufonada insolente, indiscreta, falta de tacto, de talento y de un mínimo de habilidades para tratar con un país vecino los delicados asuntos de Estado.
Así, dentro de este peligroso juego, matizado por una constante exhibición de intemperancia y ordinariez ya proverbiales, en un plan de pendencieros trastornados nos hemos colocado al borde del choque, de la hostilidad.
¿Todo porque unas revistas (incluyendo la del Gabo) y los periódicos de Bogotá han acusado a Chávez de tener vínculos con la guerrilla?
La salida era fácil. El más efectivo desmentido habría sido colocar a un lado la injustificada “neutralidad” declarada por el gobierno venezolano, frente al conflicto que libran desde hace medio siglo el legítimo Estado colombiano y las fuerzas irregulares financiadas por el narcotráfico. ¿No es lo lógico que una democracia se coloque al lado de otra, cuando está en peligro?
Pero no, el Presidente embistió contra su colega Pastrana a quien exhortó a “recuperar el buen juicio” (lo llamó loco, ¿no?), tildó de mentirosa a la prensa y le acomodó una inacabable sarta de improperios a la “oligarquía colombiana” que, al estar detrás de la campaña contra él, atenta otra vez contra Bolívar y contra Gaitán. ¡Una pelusa! Y dijo todo esto, cuidándose de no rozar siquiera con alguna frase que pudiera importunar o herir la sensible piel de los capos de la guerrilla, cuyos representantes se han movilizado en estos días en Caracas y Mérida, como grandes señores, vendiendo su guerra y escoltados por la DISIP.
Ahora bien, lo cierto es que a principios de este mes la crisis diplomática colombo-venezolana se había apaciguado. La noche del jueves 30 de noviembre, Chávez y Pastrana se reunieron en México, con el nuevo presidente azteca, Vicente Fox, como testigo y promotor del acercamiento. Tras ese encuentro, José Vicente Rangel declaró que ambos mandatarios lograron limar asperezas. “Creo que ya no hay motivos para esperar nuevos escarceos polémicos”, pues persiste “un amplio campo de coincidencias”, dijo el canciller venezolano.
No obstante, son dinámicos los disturbios de la política. Claro que sí habría un poderoso motivo para el escarceo polémico, apenas 72 horas más tarde: el bochornoso resultado del referendo sindical, que dejó al “balcón del pueblo” como capilla sin santo, ni feligreses. Sólo en propaganda oficial, el CNE había gastado 3,2 millardos de bolívares.
Un Chávez inusualmente parco y desganado frente a los micrófonos y las cámaras de TV, confesó que sólo deseaba “pasar la página”, es decir, hablar de otra cosa.
–¿Qué palabras tiene para la dirigencia sindical? –inquirieron los periodistas.
–Nada –gruñó.
Fue así como miró hacia los costados, buscó, y ahí estaba un excelente tema para salir del singular atolladero: ¡Colombia! ¡La rancia oligarquía bogotana!
–Convoquen una rueda de prensa continental –tronaría, recuperado el ánimo.
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