I
Un destape en la 20
A las 3:30 de la madrugada el frío taladra los huesos en la parte alta de la avenida 20.
Pero no se siente, por ningún lado, el soplo, ni rumor alguno de brisa.
El aire helado llega con mudos pasos. Es como si el ambiente fuera refrigerado por una máquina colosal y, sobre todo, silenciosa. Silenciosa.
Además, es mitad de semana. El rugir de autos será escaso esta noche. Cualquiera lo sabría.
Uno que otro carro pasa, con formal y repetida pereza. Hasta la forma de girar las ruedas denota languidez, mortal aburrimiento. El viernes, ay, el viernes es distinto siempre. Los sábados, ¡un perfecto vacilón!, según Laura.
Ella dice que la diversión está garantizada dentro y fuera de la discoteca.
”Y en las escaleras, y debajo de las escaleras”, añade su amiga con malicia.
En las ruidosas entrañas de lo que ella suele llamar “mi mundo”, le aguardan una envolvente explosión de música en machacona mezcla (con el potente y continuo pum-pum-pum de fondo), así como los amigos, pocos, en verdad, las trastornadas ráfagas de los reflectores, el ambiente todo velado por el humo y tan grato a sus ansiosos y principiantes sentidos. Afuera, el altanero zumbar de las motos, el glorioso lamento de los tubos de escape, la sucesión de equipos de sonido destripadores del tímpano más pintado. Todo: ruidos, vapores e imágenes en nítida y organizada confusión, es música perfecta para los inaugurales gustos de Laura.
En la calle, una hilera de aproximadamente cincuenta carros bordea por el lado derecho la acera, que parece apisonada por los cauchos de monstruo de tres rústicos estacionados en un imaginario trazado diagonal.
Todo quien entra se tropieza con la mole recubierta de músculos, apostada en la puerta.
–Cédula –murmuró con desgano a la última parejita en llegar. Eran un muchacho de unos diecisiete años, y una niña que no podría pasar, jamás, de los trece. Catorce cuando más.
“Los habrá cumplido ayer”, chistaría sin duda el portero, para sus adentros. Pero su afilado rostro, ajustado sobre un grueso cuello y decorado por una barba en forma de candado, sabe guardarse gestos y extrañezas. Al menos en este justo momento el portero no repara en fechas, ni en edades. Su revisión es un disimulo vuelto trasnochada rutina.
Apenas el de la barba en forma de candado acababa de describir una vaga señal con un dedo, ya los muchachos habían sido tragados enteramente por las anchas e insatisfechas fauces del local. Y cada vez que la puerta se entreabría, dejaba escapar una breve bocanada de ritmos, gritos y residuos del chisporroteo de las luces. Todo estallaba en el asfalto de la fría avenida.
Alguno de aquel irreconocible amasijo de gritos y arrebatos era el de Laura, allá adentro. Alguno de los corazones que retumbaba de placer infinito ante el triunfal pum-pum-pum de la música, era el de ella. Alguno de aquel fárrago de cuerpos en alocada contorsión era el de la chica que, toda timidez, había agregado al mostrar su cédula al indiferente portero:
-Catorce... ¡ya cumplidos!
Laura no miró el reloj, pero eran las cuatro ya, cuando pareció salir vomitada por la puerta de la discoteca que, al entreabrirse, la anunciaba con el inútil estallido de una bocanada de ritmos y luces, sobre el asfalto de la calle desierta y fría.
Según su amiga, Laura no tomó aquella noche una sola gota de alcohol, pero, igual, había extraviado su sobriedad allá adentro. “Debajo de las escaleras”, quiso puntualizar la amiga, como si acusara del bochorno al rincón del que logró rescatarla, al ver con extrañeza cuando a ella le entró la convulsión, o, más bien, era como si desesperara en tratar de aspirar de un tirón el polvo de todas las luces, y de todos los sonidos, y de todas las alucinaciones, atrapado quién sabe cómo, en el estrecho cañón de un pitillo.
Una ingobernable sonrisa idiota afeaba la tierna pureza de su cara, y sus ojos quedaron impregnados durante largo tiempo del mismo rojizo resplandor de los reflectores. A través de las brasas de esa ácida turbación, Laura vio cómo casi en el mismo instante en que emergía a la calle, pasaba un auto abarrotado de jóvenes sin más destino que el de cruzarse con el suyo. Ella quiso hacer una broma, una gracia atrevida, destapar por vez primera los perfumes de su virginal femineidad, para probarse, y tomar nota de qué cosa cambiaría en el mundo a partir de ese preciso momento. Recuerda, entre sombras, que gritó algo. Le contestaron en coro otras cuatro voces varoniles, cada vez más cercanas. Levantó un brazo, lo agitó, y con el otro descorrió su falda un poco. Dos chicas más la imitaron, riendo, y luego otra. Mirarse unas a otras y verse reflejadas en el fulminante espejo de complicidad tan erótica, las animó a seguir, y a seguir...
Dicen que pasó mucho tiempo antes de que el portero se dignara a voltear su desganada cabeza, y observara el cuadro de aquella repentina orgía, sobre la acera de la fría avenida. Sin moverse, la mole de músculos buscó con la vista a Laura en semejante caos de cuerpos desnudos y desconocidos, sólo para mirarla otra vez con la misma displicencia mortal que gastaba al murmurar: “cédula”, en el imperturbable reino de su puerta.
II
Sobre pudor y fanáticos
Los nudistas llaman “textil” a toda persona aferrada a sus ropas.
Es su manera de condenar a quienes incurren en el desatino de asociar la desnudez con el sexo, y al sexo con el pecado.
La vestimenta, el pudor, dicen, es el símbolo de la culpa original, de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. La vergüenza, por tanto, está más en la ropa que en el cuerpo desnudo.
Los antropólogos lo niegan. Con los primeros trajes, sostienen, sólo se quiso “decorar” el cuerpo. El abrigo y el pudor se encargaron de prolongar su uso en el tiempo.
La moral, ciertamente, no es una vara rígida.
Un indígena se sentirá desnudo si lo despojan de los adornos de sus orejas y labios. (Es curioso, pero a ellos la intrusa idea del vestido se las impuso el hombre “moderno”.)
Una mujer árabe, si la sorprenden desnuda, se apresurará a cubrir, primero que todo, su rostro. La “vergüenza” mayor está localizada... ¡en la parte trasera de su cabeza!
En la Francia del siglo XVIII una mujer decente podía llevar vestidos descotados, pero nunca se atrevería a mostrar la punta del hombro.
Al Cristianismo se le atribuye el haber derrotado el impudor de los paganos.
En su teoría, la desnudez desacraliza o irrespeta la intimidad, devalúa al cuerpo.
El pudor pasa a ser entonces muestra de castidad.
De todas formas, un principio sí es universalmente admitido. Consiste en que un acto o fenómeno es impúdico desde el punto de vista social, cuando rompe con una forma aceptada de pudor.
Más que de un espontáneo desenfado juvenil que mueva a despedir una benigna sonrisita, estamos hablando del impudor como fachada, apenas, de un problema social mucho más complejo.
Hablamos de la creciente precocidad con que los jóvenes se enfrentan a impulsos y presiones que habrán de marcar y gravar su vida adulta. Hablamos de los estragos de una deleznable educación sexual, así como de la quiebra que, como tétrico trasfondo del mural de país que tenemos, estremece los cimientos de la institución familiar.
Esquivar en la acera a unos cuerpos adolescentes en orgía, e ignorar el mensaje que esta imagen envía, como sonora bofetada, al rostro de una sociedad signada en esta infortunada hora por el desconcierto y la disgregación, no borra ni disminuye el drama.
Aún cuando esté lejos nuestro ánimo de asumir un impropio y gratuito papel de moralistas, o de grises puritanos –no nos creemos con tal autoridad–, resulta obligante advertir que abundan signos inquietantes del resquebrajamiento de valores muy caros, es más, fundamentales. A menos que se considere normal el escandaloso cúmulo de demandas de divorcio que atiborran a los tribunales, al igual que el insalvable abismo que separa a padres e hijos, aún en hogares no rotos.
¿Sabían los padres de Laura dónde y con quién estaba ella la madrugada en que, a sus catorce años... “¡ya cumplidos!” y a las puertas de una céntrica discoteca, decidió poner a prueba las desconocidas virtudes de su recién aflorada condición de mujer?
Quizá sólo sospecharán que algo pasó, si por estos días su leve vientre luce más abultado de lo normal. ¿Qué rostro y qué nombre inventarle al indefinible “padre” accidental de la criatura?
Otro abrumador testimonio está presente cada noche de fin de semana en las revoltosas aglomeraciones de menores de uno y otro sexo –no pocos, incluso, en poder de costosos vehículos–, hasta muy avanzada la noche, a la libre, y en áreas públicas que todo el mundo sabe son habitualmente rondadas por los insomnes perros de la droga y la prostitución.
La instigación acecha, con la fría astucia de un mañoso depredador. La muy humana facultad –y necesidad– de expresar rabia o euforia puede degenerar en las actitudes más impensadas cuando en el ambiente flotan elementos capaces de desnaturalizar el drenaje de las emociones. El triunfo del equipo Cardenales, por ejemplo, fue este año una brillante y curiosa excusa para desechar las vergüenzas colectivas.
Bajarse los pantalones y exponer la redondez de las nalgas, subirse la falda y echar a volar los sostenes en las avenidas, al paso de las caravanas y hasta frente a las luces y cámaras de la TV, fue el último grito de moda impuesto para la celebración de un triunfo deportivo.
Bastó que algún ocioso, de los que nunca faltan, asociara al béisbol con el acto de quedar desnudo... ¡en pelota!
III
Ocurrió en una urbanización del este
De antemano se sabía. No era un público fácil.
Había gente allí manifiestamente estimulada por la excitante escena que, en vivo, y a tan corta distancia, estaban llamados a presenciar. En cambio otros, sin exagerar, quedaron petrificados al solo anuncio del striptease.
“¿Quién sabía de esto?”, fue una pregunta que rodó como inatrapable bola de fuego hacia una y otra dirección, dentro de la apretujada sala.
La tarjeta de invitación no había hecho alusión a aquella soberbia atracción de la fiesta. ¡Era una sorpresa, mija!, pudo alegar de sopetón cualquiera de los organizadores.
El espeso rubor cohibía al boquiabierto auditorio hasta de mirarse a los ojos.
Incluso, parte de los asistentes corrió en tropel a refugiarse en el baño. Para no mirar.
En tanto, en la improvisada tarima los modelos acometían su desinhibida faena.
Al calor, principalmente, de la música, y de los escuálidos aplausos, cada stripper era generosa en cuanto a desvelar los atributos físicos ricamente cincelados en largas y exigentes sesiones de gimnasio.
Primero insinuantes, luego explícitas. Una de las chicas, cimbreante la cadera, se desabotonó la ligera blusa, la cual onduló en su torso hasta que ella la tomó con ensayada furia, y se la desprendió de un jalón.
La respuesta, un entrecortado y difuso murmullo, fue entendida por los mayores como una clara señal de que había necesidad de romper el hielo, la persistente tiesura del público. Y debía ser pronto, o la fiesta se arruinaría.
Fue entonces cuando la tía de la cumpleañera, ya inquieta, saltó al escenario vuelta una fiera sensual, y ella misma, con sus dientes, deslizó despacito, y en espera de la ovación respectiva, el hilo dental de uno de los jóvenes nudistas.
Fue efectivo. Eso estimuló enormemente. La mejor prueba de ello es que dos de las menores invitadas aceptaron mostrarse en ropa interior.
Los señores de la casa pudieron intercambiarse gordas miradas de satisfacción.
Al fin y al cabo se trataba del festejo de los quince años de la niña de sus ojos, y allí estaba buena parte de sus compañeritos de clases.
“Grandioso, mi amor”.
¡El striptease había sido un magnífico regalo!
Un destape en la 20
A las 3:30 de la madrugada el frío taladra los huesos en la parte alta de la avenida 20.
Pero no se siente, por ningún lado, el soplo, ni rumor alguno de brisa.
El aire helado llega con mudos pasos. Es como si el ambiente fuera refrigerado por una máquina colosal y, sobre todo, silenciosa. Silenciosa.
Además, es mitad de semana. El rugir de autos será escaso esta noche. Cualquiera lo sabría.
Uno que otro carro pasa, con formal y repetida pereza. Hasta la forma de girar las ruedas denota languidez, mortal aburrimiento. El viernes, ay, el viernes es distinto siempre. Los sábados, ¡un perfecto vacilón!, según Laura.
Ella dice que la diversión está garantizada dentro y fuera de la discoteca.
”Y en las escaleras, y debajo de las escaleras”, añade su amiga con malicia.
En las ruidosas entrañas de lo que ella suele llamar “mi mundo”, le aguardan una envolvente explosión de música en machacona mezcla (con el potente y continuo pum-pum-pum de fondo), así como los amigos, pocos, en verdad, las trastornadas ráfagas de los reflectores, el ambiente todo velado por el humo y tan grato a sus ansiosos y principiantes sentidos. Afuera, el altanero zumbar de las motos, el glorioso lamento de los tubos de escape, la sucesión de equipos de sonido destripadores del tímpano más pintado. Todo: ruidos, vapores e imágenes en nítida y organizada confusión, es música perfecta para los inaugurales gustos de Laura.
En la calle, una hilera de aproximadamente cincuenta carros bordea por el lado derecho la acera, que parece apisonada por los cauchos de monstruo de tres rústicos estacionados en un imaginario trazado diagonal.
Todo quien entra se tropieza con la mole recubierta de músculos, apostada en la puerta.
–Cédula –murmuró con desgano a la última parejita en llegar. Eran un muchacho de unos diecisiete años, y una niña que no podría pasar, jamás, de los trece. Catorce cuando más.
“Los habrá cumplido ayer”, chistaría sin duda el portero, para sus adentros. Pero su afilado rostro, ajustado sobre un grueso cuello y decorado por una barba en forma de candado, sabe guardarse gestos y extrañezas. Al menos en este justo momento el portero no repara en fechas, ni en edades. Su revisión es un disimulo vuelto trasnochada rutina.
Apenas el de la barba en forma de candado acababa de describir una vaga señal con un dedo, ya los muchachos habían sido tragados enteramente por las anchas e insatisfechas fauces del local. Y cada vez que la puerta se entreabría, dejaba escapar una breve bocanada de ritmos, gritos y residuos del chisporroteo de las luces. Todo estallaba en el asfalto de la fría avenida.
Alguno de aquel irreconocible amasijo de gritos y arrebatos era el de Laura, allá adentro. Alguno de los corazones que retumbaba de placer infinito ante el triunfal pum-pum-pum de la música, era el de ella. Alguno de aquel fárrago de cuerpos en alocada contorsión era el de la chica que, toda timidez, había agregado al mostrar su cédula al indiferente portero:
-Catorce... ¡ya cumplidos!
Laura no miró el reloj, pero eran las cuatro ya, cuando pareció salir vomitada por la puerta de la discoteca que, al entreabrirse, la anunciaba con el inútil estallido de una bocanada de ritmos y luces, sobre el asfalto de la calle desierta y fría.
Según su amiga, Laura no tomó aquella noche una sola gota de alcohol, pero, igual, había extraviado su sobriedad allá adentro. “Debajo de las escaleras”, quiso puntualizar la amiga, como si acusara del bochorno al rincón del que logró rescatarla, al ver con extrañeza cuando a ella le entró la convulsión, o, más bien, era como si desesperara en tratar de aspirar de un tirón el polvo de todas las luces, y de todos los sonidos, y de todas las alucinaciones, atrapado quién sabe cómo, en el estrecho cañón de un pitillo.
Una ingobernable sonrisa idiota afeaba la tierna pureza de su cara, y sus ojos quedaron impregnados durante largo tiempo del mismo rojizo resplandor de los reflectores. A través de las brasas de esa ácida turbación, Laura vio cómo casi en el mismo instante en que emergía a la calle, pasaba un auto abarrotado de jóvenes sin más destino que el de cruzarse con el suyo. Ella quiso hacer una broma, una gracia atrevida, destapar por vez primera los perfumes de su virginal femineidad, para probarse, y tomar nota de qué cosa cambiaría en el mundo a partir de ese preciso momento. Recuerda, entre sombras, que gritó algo. Le contestaron en coro otras cuatro voces varoniles, cada vez más cercanas. Levantó un brazo, lo agitó, y con el otro descorrió su falda un poco. Dos chicas más la imitaron, riendo, y luego otra. Mirarse unas a otras y verse reflejadas en el fulminante espejo de complicidad tan erótica, las animó a seguir, y a seguir...
Dicen que pasó mucho tiempo antes de que el portero se dignara a voltear su desganada cabeza, y observara el cuadro de aquella repentina orgía, sobre la acera de la fría avenida. Sin moverse, la mole de músculos buscó con la vista a Laura en semejante caos de cuerpos desnudos y desconocidos, sólo para mirarla otra vez con la misma displicencia mortal que gastaba al murmurar: “cédula”, en el imperturbable reino de su puerta.
II
Sobre pudor y fanáticos
Los nudistas llaman “textil” a toda persona aferrada a sus ropas.
Es su manera de condenar a quienes incurren en el desatino de asociar la desnudez con el sexo, y al sexo con el pecado.
La vestimenta, el pudor, dicen, es el símbolo de la culpa original, de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. La vergüenza, por tanto, está más en la ropa que en el cuerpo desnudo.
Los antropólogos lo niegan. Con los primeros trajes, sostienen, sólo se quiso “decorar” el cuerpo. El abrigo y el pudor se encargaron de prolongar su uso en el tiempo.
La moral, ciertamente, no es una vara rígida.
Un indígena se sentirá desnudo si lo despojan de los adornos de sus orejas y labios. (Es curioso, pero a ellos la intrusa idea del vestido se las impuso el hombre “moderno”.)
Una mujer árabe, si la sorprenden desnuda, se apresurará a cubrir, primero que todo, su rostro. La “vergüenza” mayor está localizada... ¡en la parte trasera de su cabeza!
En la Francia del siglo XVIII una mujer decente podía llevar vestidos descotados, pero nunca se atrevería a mostrar la punta del hombro.
Al Cristianismo se le atribuye el haber derrotado el impudor de los paganos.
En su teoría, la desnudez desacraliza o irrespeta la intimidad, devalúa al cuerpo.
El pudor pasa a ser entonces muestra de castidad.
De todas formas, un principio sí es universalmente admitido. Consiste en que un acto o fenómeno es impúdico desde el punto de vista social, cuando rompe con una forma aceptada de pudor.
Más que de un espontáneo desenfado juvenil que mueva a despedir una benigna sonrisita, estamos hablando del impudor como fachada, apenas, de un problema social mucho más complejo.
Hablamos de la creciente precocidad con que los jóvenes se enfrentan a impulsos y presiones que habrán de marcar y gravar su vida adulta. Hablamos de los estragos de una deleznable educación sexual, así como de la quiebra que, como tétrico trasfondo del mural de país que tenemos, estremece los cimientos de la institución familiar.
Esquivar en la acera a unos cuerpos adolescentes en orgía, e ignorar el mensaje que esta imagen envía, como sonora bofetada, al rostro de una sociedad signada en esta infortunada hora por el desconcierto y la disgregación, no borra ni disminuye el drama.
Aún cuando esté lejos nuestro ánimo de asumir un impropio y gratuito papel de moralistas, o de grises puritanos –no nos creemos con tal autoridad–, resulta obligante advertir que abundan signos inquietantes del resquebrajamiento de valores muy caros, es más, fundamentales. A menos que se considere normal el escandaloso cúmulo de demandas de divorcio que atiborran a los tribunales, al igual que el insalvable abismo que separa a padres e hijos, aún en hogares no rotos.
¿Sabían los padres de Laura dónde y con quién estaba ella la madrugada en que, a sus catorce años... “¡ya cumplidos!” y a las puertas de una céntrica discoteca, decidió poner a prueba las desconocidas virtudes de su recién aflorada condición de mujer?
Quizá sólo sospecharán que algo pasó, si por estos días su leve vientre luce más abultado de lo normal. ¿Qué rostro y qué nombre inventarle al indefinible “padre” accidental de la criatura?
Otro abrumador testimonio está presente cada noche de fin de semana en las revoltosas aglomeraciones de menores de uno y otro sexo –no pocos, incluso, en poder de costosos vehículos–, hasta muy avanzada la noche, a la libre, y en áreas públicas que todo el mundo sabe son habitualmente rondadas por los insomnes perros de la droga y la prostitución.
La instigación acecha, con la fría astucia de un mañoso depredador. La muy humana facultad –y necesidad– de expresar rabia o euforia puede degenerar en las actitudes más impensadas cuando en el ambiente flotan elementos capaces de desnaturalizar el drenaje de las emociones. El triunfo del equipo Cardenales, por ejemplo, fue este año una brillante y curiosa excusa para desechar las vergüenzas colectivas.
Bajarse los pantalones y exponer la redondez de las nalgas, subirse la falda y echar a volar los sostenes en las avenidas, al paso de las caravanas y hasta frente a las luces y cámaras de la TV, fue el último grito de moda impuesto para la celebración de un triunfo deportivo.
Bastó que algún ocioso, de los que nunca faltan, asociara al béisbol con el acto de quedar desnudo... ¡en pelota!
III
Ocurrió en una urbanización del este
De antemano se sabía. No era un público fácil.
Había gente allí manifiestamente estimulada por la excitante escena que, en vivo, y a tan corta distancia, estaban llamados a presenciar. En cambio otros, sin exagerar, quedaron petrificados al solo anuncio del striptease.
“¿Quién sabía de esto?”, fue una pregunta que rodó como inatrapable bola de fuego hacia una y otra dirección, dentro de la apretujada sala.
La tarjeta de invitación no había hecho alusión a aquella soberbia atracción de la fiesta. ¡Era una sorpresa, mija!, pudo alegar de sopetón cualquiera de los organizadores.
El espeso rubor cohibía al boquiabierto auditorio hasta de mirarse a los ojos.
Incluso, parte de los asistentes corrió en tropel a refugiarse en el baño. Para no mirar.
En tanto, en la improvisada tarima los modelos acometían su desinhibida faena.
Al calor, principalmente, de la música, y de los escuálidos aplausos, cada stripper era generosa en cuanto a desvelar los atributos físicos ricamente cincelados en largas y exigentes sesiones de gimnasio.
Primero insinuantes, luego explícitas. Una de las chicas, cimbreante la cadera, se desabotonó la ligera blusa, la cual onduló en su torso hasta que ella la tomó con ensayada furia, y se la desprendió de un jalón.
La respuesta, un entrecortado y difuso murmullo, fue entendida por los mayores como una clara señal de que había necesidad de romper el hielo, la persistente tiesura del público. Y debía ser pronto, o la fiesta se arruinaría.
Fue entonces cuando la tía de la cumpleañera, ya inquieta, saltó al escenario vuelta una fiera sensual, y ella misma, con sus dientes, deslizó despacito, y en espera de la ovación respectiva, el hilo dental de uno de los jóvenes nudistas.
Fue efectivo. Eso estimuló enormemente. La mejor prueba de ello es que dos de las menores invitadas aceptaron mostrarse en ropa interior.
Los señores de la casa pudieron intercambiarse gordas miradas de satisfacción.
Al fin y al cabo se trataba del festejo de los quince años de la niña de sus ojos, y allí estaba buena parte de sus compañeritos de clases.
“Grandioso, mi amor”.
¡El striptease había sido un magnífico regalo!
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