Cita en Cartagena
¿Tiene la prensa escrita escapatoria frente a la invasión de la televisión
y la poderosa influencia de internet? ¿Se cumplirá la profecía que habla
de la desaparición de los periódicos? Tres maestros de la profesión: Tomás Eloy Martínez, Jon Lee Anderson y José Salgar, desplegaron sus puntos de vista
en la Reunión de Medio Año de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP),
en Cartagena de Indias
Dos tragedias.
Orlando Sierra, el subdirector y columnista del diario La Patria, de Manizales, en el departamento de Caldas, Colombia, fue asesinado por un sicario el miércoles 30 de enero de 2002, cuando conversaba con una hija suya frente a las instalaciones del periódico.
Tres disparos le ocasionaron la muerte cerebral. Durante 48 horas se mantuvo en coma.
Sierra había sido un periodista temible. De ese tipo de gente que si conoce los espasmos del miedo, sabe arreglarse para ocultarlo muy bien. Su pluma despedía rayos que sin tregua posible hostigaban a una clase política corrupta.
El Espectador, fundado en Medellín el 22 de marzo de 1887, debió ser vendido 110 años después, en 1997, por la familia Cano, a un consorcio cervecero, el Grupo Santo Domingo, liderado por el dueño de Bavaria, empresa ahora fusionada con la surafricana SAB Miller: el industrial barranquillero Julio Mario Santo Domingo (según la revista Forbes el hombre más rico de Colombia. Su fortuna es calculada en unos 4.500 millones de dólares).
La transacción no impidió que El Espectador dejara de ser diario, para convertirse, en el año 2001, en una publicación semanal.
Antes, sufrió las embestidas de un boicot por parte de sectores económicos señalados en las páginas del periódico por sus “manejos dudosos”, la censura de gobiernos conservadores, los criminales recados de los capos de la narcoguerrilla, el fuego de un incendio provocado, el cierre por orden de la dictadura de Rojas Pinilla, y hasta las inquisidoras obcecaciones de la Iglesia. En 1888 el entonces obispo de Medellín proclamó a los cuatro vientos que leer El Espectador era "pecado mortal".
El 17 de septiembre de 1986, sicarios dieron muerte al director, Guillermo Cano, dentro de su automóvil.
No se trata de golpes de la fatalidad, ni tampoco de una mala estrella. Es una tragedia presentida, que casi pudiera decirse se elige. Entre la opción de combatir o pasar agachados, se escoge la aconsejada por el decoro. Se trata de la deliberada promesa de no convivir con la impudicia, sin escatimar riesgos, ni costos. Es el mismo compromiso que, ¿quién no lo entiende ahora?, tanto angustió hasta el fin de sus días al doctor Juan Manuel Carmona. El legado está allí, intacto. Su obra, y sus ideas, reflejadas sin tachaduras en estas páginas no claudicadas, han alargado más allá de sus desvelos el aliento de una dignidad que él, a conciencia, adoptó como norma de vida.
José Ángel Ocanto
Tomás Eloy Martínez
Volver a los orígenes
“Los libros y la prensa sobrevivirán, aunque de un modo diferente.
Van a venderse menos, pero llegarán a un público más calificado
y siempre tendrán un mayor efecto de persuasión”
“La crónica surge como una herramienta de denuncia del poder totalitario”, alude en el panel el escritor Tomás Eloy Martínez, miembro del consejo rector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada hace doce años por Gabriel García Márquez.
Nacido en Tucumán, Argentina (1934), es el autor, entre otras obras, de: Sagrado, Lugar común la muerte, La novela de Perón (quizá la más conocida), Santa Evita y El vuelo de la reina, premio Alfaguara de novela 2002.
En su experto criterio, la crónica es una de las piezas claves para la salvación de la actual prensa escrita, sometida como está a los embates de la instantaneidad que plantean la era digital y la “invasión” de la TV.
“Nos pasamos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado”, advierte el intelectual, quien viviera exilado en Venezuela entre los años 1975 y 1983. Editor del Papel Literario de El Nacional, primero, fue después fundador de El Diario de Caracas.
Es preciso, entonces, volver a los orígenes del periodismo, y América Latina posee una rica tradición narrativa desde mediados del siglo XVI.
Allí están, advierte, Las crónicas de Indias, que echaron las bases del periodismo y de la literatura en esta parte del mundo.
“En la crónica el periodista se enuncia o desenmascara como persona, y dice su verdad”. La verdad, subraya, no es más que “un bien inasible que cambia según quien la vea”. Pero el narrador, apunta, “importa sólo como testigo de los hechos”.
Varios nombres gloriosos brotan en la enumeración de los ejemplos válidos: José Martí, Rubén Darío. Y Charles Dickens, quien se adentró en colegios privados ingleses para denunciar memorablemente las atrocidades sufridas por niños internos entre las paredes de esos centros de enseñanza.
El periodismo narrativo es costoso, advierte. “Requiere de los mejores escritores, de los mejores pensadores, de excelentes comunicadores. No todo periodista es capaz de narrar. Narrar no es floripondio, retórica. La belleza de un texto es su eficacia y buen periodismo es, ante todo, riesgo”.
Y se detiene en los predios de la palabra como fuente, para señalar con fruición: “El lenguaje eficaz siempre es bello y puede permanecer en todas las épocas”.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el pecado capital de la prensa que conocemos?
Se ha perdido fuerza narrativa, dice. Las agencias internacionales de noticias han impuesto el método de la célebre “pirámide invertida”, estructura que constriñe al periodista a responder en el primer párrafo las “5 wh”, por sus iniciales en inglés: qué (what), quién (who), cuándo (when), dónde (where), por qué (why).
“Las agencias de noticias olvidaron el relato. Impusieron un lenguaje telegráfico. El periodismo perdió mucho de su gracia, de su valor”.
"La necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional. Comienza ya cuando Ulrico Schmidl, el primero de los cronistas de Indias que llegan hasta el Río de La Plata, narra cómo Don Pedro de Mendoza pretendía curarse de la sífilis que padecía aplicándose en sus llagas la sangre de los hombres que él mismo había ordenado ahorcar”.
Tomás Eloy Martínez (entrevista).
Jon Lee Anderson
En vías de extinción
“Mis primeras crónicas eran una verborrea. Uno afina el texto
con mucha lectura, con oído”
El andariego californiano Jon Lee Anderson es un notable cronista de The New Yorker, la revista semanal fundada en 1925 por Harold Ross y que privilegia el relato. La principal fortaleza de esta publicación es, sin lugar a dudas, su acreditado elenco de escritores.
Anderson, este aventurero ansioso de contar, se ha especializado en la realización de perfiles biográficos. Fidel Castro, Gabriel García Márquez, Augusto Pinochet, Saddam Hussein y Hugo Chávez, figuran entre sus elegidos. También el Ché Guevara, quien, según argumenta el periodista, “no fue ni héroe ni diablo”.
Su pasión por la noticia en desarrollo le ha llevado a los fragores de más de una docena de conflictos en distintos escenarios: Sahara Occidental, Gaza, El Salvador, Afganistán, Birmania, la sitiada Bagdad.
“Va por el mundo sin grabadora ni cuaderno de notas, dispuesto a escuchar y a preguntar mucho”, escribió Fernando García Mongay acerca de él.
Sus gestos desaliñados parecieran adaptarse a la dureza, o callosidad, de los ambientes escogidos para sus narraciones.
“El periodismo narrativo es la salvación de la prensa escrita”, coincide con Tomás Eloy Martínez. “Los jóvenes de hoy no leen, ni ven noticieros. Los atraen más aquellos sitios de internet que les ofrecen noticias rápidas y lo complementan con los videos. Eso les aporta la sensación de estar suficientemente informados”.
Y entre un público poblado fundamentalmente de editores, y reporteros, Anderson no tiene inconveniente en reiterar la amarga y recurrente predicción:
“La prensa está en vías de extinción, si no encuentra la forma de salvarse. La vuelta a sus orígenes es esencial”.
El reto, dice, es “romper la barrera del gran público”. Esto supone, según agrega, “ir siempre más allá, insistir en las grandes crónicas, en las historias bien contadas”.
Una puntualización: “El periodismo digital todavía no es placentero. Por eso se recurre a los diarios y revistas”.
Anderson recuerda que en la guerra de Crimea (1854-1856), el primer conflicto armado cubierto por los corresponsales, las noticias aventadas por teletipos llegaban a sus receptores con semanas y hasta meses de retraso.
“Hoy en día cualquiera puede ver las noticias, con un poder instantáneo, en su teléfono móvil. El reto esta ahí. El valor del periodismo narrativo es obvio”.
“Anderson tal vez sea el mejor cronista de guerra de su generación (...) Leer las crónicas de Anderson significa mezclarse entre la gente que vive la guerra de manera cotidiana, significa entender ese mundo que está siendo alterado para siempre, que está dejando de existir”
Martín Pérez, diario Página/12
José Salgar
Torcer el cuello al cisne
“La invitación es dar un salto por encima de los prejuicios del periodismo que queda atrás, pero sin abandonar sus grandes valores y enseñanzas”
Cuando Gabriel García Márquez se inició a los 26 años como reportero de El Espectador, en Cartagena, se topó con la muralla de José Salgar.
Durante 18 meses, Salgar fue su editor. Le tocó corregir sus primeras cuartillas.
Entrevistado por Marta Ruiz, así ha relatado su trayectoria el propio “mono Salgar”, como suelen nombrarlo sin faltarle a los respetos, a los muchos que, enteros, este hombre merece:
“Mi primer trabajo fue como ayudante de linotipo en los talleres donde se imprimía El Espectador, en 1933 cuando apenas tenía 13 años. De ahí partió todo porque entré a la mejor escuela de periodismo, empezando por los linotipistas que eran unos sabios. Entré a un fogón de periodismo, al sitio donde se escribían las cosas y se escribían bien. Seis meses después fui nombrado ayudante de redacción. Era el que contestaba el teléfono y tomaba notas. Poco después ya era redactor, en un aprendizaje intenso y rápido que duró 10 años, al cabo de los cuales fui nombrado jefe de redacción, a los 23 años. Todo esto lo hice sin haber terminado el bachillerato, sin títulos académicos. El título que he tenido toda la vida me lo ha dado la experiencia en el periódico”.
Sentimos un íntimo regocijo al saludarle y estrechar su mano, que tantas noticias, buenas y malas, habrá manoseado. Él nos miró al través del brillo turquesa de sus ojos, al tiempo que recreaba una sonrisa leve pero traviesa. Quizá la misma que esbozó al enterarse del ardoroso pregón con el cual Eduardo Zalamea abrumaba a sus colegas en la BBC de Londres: “Estamos haciendo el mejor periódico del mundo”.
En el libro de memorias Vivir para contarla, García Márquez menciona a José Salgar un total de veintiuna veces, todas en las últimas setenta páginas.
"Cuando Gabo llegó a El Espectador, era un joven costeño. Ya tenía cierta aureola literaria, pero venía con la intención de meterle literatura al periodismo”, rememora el maestro.
Por eso le soltó al vuelo a “uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca”, aquella implacable frase. Debía “torcerle el cuello al cisne”, imagen tomada de un soneto del mexicano Enrique González Martínez. Era preciso que se batiera en mortal duelo con las duras y apremiantes realidades cotidianas. Es decir, para ponerlo en palabras del propio autor de Cien años de soledad, Salgar no le perdonaría que se desperdiciara “en malabarismos líricos, en un país donde hacían falta tantos reporteros de choque”.
De los 120 años de El Espectador, José Salgar le dedicó 60 de su vida. Hoy, a los 85 años de edad, sigue siendo el consejero de un medio que, atormentado por una insalvable cadena de adversidades, incluyendo el crimen alevoso de su director Guillermo Cano, quizá no sea la sombra de lo que una vez fue; ahora es un semanario que sueña con volver a bañarse de luz con cada amanecer.
“En el resto del mundo, y aún entre nosotros mismos, comienzan a abrirse amplias posibilidades para que ésta sea una profesión más especializada, más diversificada, más responsable. Están perfilándose a diario las transformaciones en todos los medios de comunicación. En los diarios impresos lo importante ya no es la noticia del momento sino la originalidad y profundidad de sus desarrollos. El público saturado de voces e imágenes busca el reposo de una lectura ágil y de beneficio para una vida mejor en los diferentes estratos y edades”, advierte Salgar.
“La palabra impresa”, le oímos decir, “ahora se vuelve viejísima a los cinco minutos”.
En la profundidad de la narración y en la efectividad y belleza del lenguaje, parece percibir la herramienta mágica, la tabla de salvación.
“Es un mundo de reinvención, pero que no puede dejar que se arrasen valores eternos en esta profesión, como son la ética, la moral, el humanismo y la misión de educación y cultura”.
“Me parece que Salgar me puso el ojo como reportero, mientras los otros me lo habían puesto para el cine, los comentarios editoriales y los asuntos culturales, porque siempre había sido señalado como cuentista. Pero mi sueño era ser reportero desde los primeros pasos en la costa, y sabía que Salgar era el mejor maestro, pero me cerraba las puertas quizás con la esperanza de que yo las tumbara para entrar a la fuerza”.
Gabriel García Márquez, Vivir para contarla
jueves, 5 de abril de 2007
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