jueves, 5 de abril de 2007

Mentir sin chiste ni gracia

"En la cenagosa cima de su delirante trastorno y viciosa simulación, el mentiroso perverso no tarda en rendirse voluptuoso homenaje a sí mismo, pretendiéndose invulnerable, eterno"

I

En Carora vive un personaje muy simpático y original. Si acaso ha muerto, créanme es una verdadera lástima. La ciudad no sería la misma sin él.
Su nombre, no sé si verdadero, o si él mismo lo tomó prestado ya grande, es Pedro Pérez. Sí, debe haberlo escogido él, sin duda. Porque nunca, jamás, un nombre le ha calzado mejor a una persona.
Identidad a la medida, le resulta un traje difuso, llano y pedestre. Es la forma que él tiene de proclamar ante el mundo su inmensa simpleza, el carácter soberbiamente modesto y popular de su condición de hombre común, sin pretensión, ni afán, ni sueño.
Camina sin complejos con los pies arqueados, y lo más probable es que él haya decidido exagerar tal defecto. ¿O se lo inventó también? Y tiene una particular y muy contagiosa forma de desternillarse de la risa. Es como si se ahogara, repitiendo para sus adentros algo que suena así como: quiás, quiás, quiás... Casi siempre se ríe y burla de él mismo, de sus disparates y humoradas, de las gracias y desgracias muy suyas (quiás, quiás), y todos los demás ríen siempre en derredor de sus ingenuas y geniales ocurrencias.
Una vez, alguien requería de un testigo, en una demanda judicial, y como Pedro Pérez casi todo el santo día frecuenta los alrededores del edificio que ocupan los tribunales, lo llamaron a él. A esto ciertamente ya se había acostumbrado, y con el tiempo incluso pasó a ser su impensado modo de vida. Todo quien a última hora esté urgido de un testigo, lo encuentra a él justo a la mano. Así, la gama más diversa e increíble de líos, querellas y sucesos, adopta al bueno y manso de Pedro Pérez por improbable testigo.
Por eso, nadie se sorprendió cuando un día, en el curso de una audiencia judicial, un sobrio juez lo interrogó, y él respondió de esta manera:
–¿Nombre?
–Pedro Pérez, quiás, quiás, quiás.
–¿Edad?
–Cincuenta, quiás, quiás.
–¿Profesión?
–¡Testigo falso...!, quiás, quiás, quiás.
Ser testigo falso es delito. Pero sólo premio y ruidosa celebración podía merecer la monumental y desembarazada transparencia puesta de manifiesto tan al natural por Pedro Pérez. La confesión, graciosa y honrada, la hacía en la ausencia más absoluta de malicia.

II

La otra, la antítesis, es la mentira perversa, despreciable. La de quien, orgulloso y obsceno, se cree en el divino derecho a pasearse por el mundo torciendo realidades y prójimos. Un grotesco cinismo delata a quien entiende y jura que todos los demás están en el deber de dejarse pervertir y someter a sus humos y voluntades. Enceguecido, revolcado en su fraudulenta majestad, gravemente perturbado por una gloria que imagina inmortal, en su obsesión el mentiroso malvado confunde poder con dominio, y autoridad con fuerza. En la cenagosa cima de su delirante trastorno y viciosa simulación, no tarda en rendirse voluptuoso homenaje a sí mismo, pretendiéndose invulnerable, eterno.

III

–En el Fuerte Terepaima sólo hubo una competencia deportiva.
Tal fue la sandez vuelta chiste, sin agudeza ni lógica –una gansada, mejor– con la cual la jerarquía militar explicó lo acontecido hace unos días en ese recinto.
Los vecinos percibieron el entrecortado eco de los disparos y se enteraron, por terceros, del inusual barullo interno. El acuartelamiento fue notorio. La semanal visita a los soldados por parte de sus familiares, abruptamente suspendida. Sin explicación, a los vehículos de los particulares no se les permitió el acceso al área.
Y, ¿todo porque oficiales y tropa sudaban en un amistoso partido de volibol?
Quiás, quiás, quiás, se ahogaría en risa Pedro Pérez.

IV

Luego, el gobernador de Mérida, general Florencio Porras, entra en escena.
–Nadie debe alarmarse –dijo–. No hay tales baterías antiaéreas. Lo que se está emplazando en el populoso barrio 23 de Enero, de Caracas, son unos misilitos. Unas bazucas, pues.
Unos “misilitos” y unas “bazucas”, tranquilizó, con capacidad para derribar F-16 y helicópteros enemigos en los cielos –y sobre los techos y cabezas– de una capital ya demasiado atribulada y donde los transeúntes son vistos circular como zombis por las calles, poseídos, extraviados en el vacilante oleaje de una paranoia colectiva, expuestos entre enjambres de buhoneros, protestas inagotables, marchas y contramarchas; y taladrados bestialmente todos sus sentidos y fuerzas en diario suplicio por la inseguridad criminal, y bajo el demencial acoso de rumores, jaleos y hervideros que no cesan a ninguna hora.
¿Misilitos?, ¿bazucas? Quiás, quiás...

V

Sólo quedaba en pie la chispa criolla. Por eso es que, enterados, persiguen por doquier y prohíben a los humoristas de profesión. Quieren mantener también, a como dé lugar, el monopolio de la chanza, la parodia y el escarnio. Y si, es verdad, en el estado Falcón murió una señora víctima de un cohete a cuya pólvora le añadieron clavos saboteadores de una obra de comicidad, cualquier costo, no importa, es poco si con ello se evita la mofa irreverente de los otros, a la chapucera figura de este héroe de la ligereza y la temeridad.
Que sólo a él le sean permitidas las estropeadas guasas televisadas que tanto deleitan al remachado fiscal. Como la ocurrencia esa de llamar “condones” a los militares rebeldes.

VI

Tampoco esta vez el gobernador Luis Reyes Reyes se quiso quedar atrás, en el oscuro anonimato de las gradas.
Para él, los personeros de la oposición que fueron agredidos con piedras y palos –insignia nacional del debate civilizado– por los círculos bolivarianos (corrijo, chaveros), cuando en la plaza Los Ilustres recogían firmas, bajo toldos, a favor de la enmienda constitucional, se expusieron al merecido trato porque “no hay gente más agresiva que esa que se llama grupo democrático”.
¿Qué asombro de sensibilidad tan súbita hace que a aquel aviador que en el asiento de copiloto de un F-16, que es avión de guerra, rompiera la barrera del sonido sobre Caracas, a baja altura, durante una intentona golpista, ahora le resulte “agresiva” la provocadora tarea de recoger firmas en una plaza?
Por lo pronto, están expresamente autorizados, pues, primitivos activistas del garrote y la intolerancia. Sépanse acreditados. Duro con esa gente.
–Y, ¿por qué los círculos tenían que sacar de la plaza a quienes recogían firmas? –sondeó un reportero.
–Los chavistas –chistó Reyes Reyes– no fueron a sacar a nadie, sino a estar allí.
Jura este reportero que Pedro Pérez se cuidaría de no soltar aquí su carcajada. Él, créanlo, es hombre demasiado serio para celebrar semejante barbaridad.

VII

Y, si eso es lo que hace el propio gobernador, ¿qué podía quedar, entonces, para su subalterno, el mayor (r) Arnaldo Certaín, flamante director de Seguridad y Orden Público del Ejecutivo Regional?
La Campana del martes pasado recogió algunas pinceladas –brochazos, mejor– de un gordo y pútrido expediente, basado en una operación encubierta de la DISIP en el año 1999, que lo halló responsable de una sarta de irregularidades, las cuales habría cometido cuando ocupaba el puesto de director general del Aeropuerto de Maiquetía, nombrado también aquella vez por Reyes Reyes –su compañero de promoción–, a la sazón ministro de Transporte y Comunicaciones.
Los delitos –según parece cometidos por el mayor, al por mayor– van desde el gasto de 50 millones de bolívares, con cargo al presupuesto del aeropuerto, en viajes no justificados alrededor del mundo; sobrefacturaciones multimillonarias; “extravío” de 50 esmeraldas, 50.000 dólares y 175.000 bolívares retenidos a un turista extranjero a quien en el bunker de chequeo le detectaron problemas en sus papeles; asimismo, apropiación de los impuestos que se cobran a las aeronaves, conocidas como “dosa”; adquisición de detectores de metales sin licitación; y la realización en el terminal aéreo de vuelos no registrados; hasta el encubrimiento de tres operaciones, bien precisadas, de narcotráfico (heroína) y tráfico de armas (determinadas las rutas de la “conexión Margarita”, los contactos mafiosos y todo).
Luego de que apareciera la página, esperamos atentos la reacción del mayor, la cual no pudo ser menor.
Innecesariamente nos preparamos con un nuevo legajo de recaudos que soportan la denuncia. Para ir, si era preciso, a los tribunales.
–Todo eso está en la página web del Tribunal Supremo de Justicia –adujo Certaín.
Y, ¿desde cuándo, mayor, eso es prueba de inocencia?
–Se trata de papeles anónimos –le dijo a Pacífico Sánchez, como deseoso de hablar cuanto antes de otro asunto.
¿Es “anónimo”, señor mayor, un informe confidencial de la DISIP, el cual provocó su destitución por el ministro Esqueda, sucesor de Reyes Reyes en el MTC?
¿Es “anónimo”, mayor, el informe del contralor interno del aeropuerto, Julio Garmendia Arellano, en el cual detalladamente describe una a una sus corruptelas tantas, y consigna, él, su renuncia irrevocable?
¿Un papel “anónimo” pudo mover a un tribunal a condenarlo a usted a seis meses de prisión y a inhabilitarlo políticamente durante el mismo lapso? Es más, el antecedente de su abierto desacato a una orden judicial, ¿enriqueció su currículo para aspirar a dirigir la policía de Lara?
Y, por último, ¿son “anónimos”, señor mayor, papeles que, dice usted, se anotaron el mérito de figurar en la página web del Tribunal Supremo de Justicia?

VIII

Pedro Pérez deleita en Carora con su ingenio, que es galanura amena, inofensiva.
–A la larga, a la larga, Carora será un páramo –suele recitar.
Quiás, quiás, quiás, reirá él, ahogándose casi, mientras se mueve leve y sin ensayo en sus piernas corvas, feliz cual niño ya viejo frente al corro animoso y el familiar murmullo de los suyos.
Pero, otra vez en constante paralelo, este humor negro al que asistimos en contra de nuestra voluntad, secuestrados, nos desangra y empobrece.
Es la suma de toda esta dolorosa erosión lo que corta el aliento del país.
El ex constituyentista e intelectual Gustavo Pereira, autor del preámbulo de la Constitución de 1999, de la “bicha”, lo ha podido resumir sabiamente en una sola frase. Él ha hablado de la “ranchificación del espíritu” nacional.
Y es que el venezolano de esta hora, de esta pesadilla, ha esterilizado su futuro, su fe, su ilusión, en el salvaje altar de un desaliento pavoroso.
Para una gran mayoría, para todo quien tiene algo que perder, aunque sea la solitaria joya de su esperanza, y su pasión, y su sueño, el mañana es una áspera e inabordable pared contra la cual se estrella cada día. Así procure ignorarla.
Transitamos de burla en burla. De cinismo en cinismo. Lo de la Comisión de la Verdad, no nombrada aún, a dos meses y catorce días, ya, de la masacre del 11 de abril, ¿se habrá visto antes en el país broma más pesada y humillante? ¡Rochela diabólica, intriga torcida!
Y todo porque con la manipulación de hilos ocultos el poder reincide en la alevosía de escoger, a dedo siempre, organismos defensores de los derechos humanos de probada lealtad al proceso. ONGs paralelas, afectas, plegadizas, predecibles. Instancias fantasmales, banderizas, oficiosas. Sin tradición ni arraigo. Creadas para la ocasión. Que vean en la infamia del crimen un inspirado cántico a la revolución, y tomen por despreciable enemigo al que cayó, desprevenido, con certero orificio herrado en la frente. No quieren esclarecer nada. Sólo buscan fanáticos garantes de que sean refrendados el silencio, el encubrimiento, la impunidad. Ya el Presidente lo dijo y dispuso, para los órganos de la justicia: los asesinos de puente Llaguno que dispararon a mansalva y vaciaban a placer sus pistolas, una vez y otra, actuaron en legítima defensa propia.
Un adelanto, apenas, de cuanto ha de esperarse. Porque ya en mayo de 2001, a los cuatro vientos, había extremado su insolente desfachatez:
“Estamos haciendo –vociferó Chávez entonces– un esfuerzo sobrehumano para hacer una revolución pacífica, cosa difícil pero no imposible. Pero si ésta fracasa, vendría una revolución por las armas, porque esa es la única salida que tenemos los venezolanos”.
Si la revolución fracasa, condiciona. Y como está claro que fracasó, le asiste el derecho a emplear, hacia adentro, las armas de que dispone la república para defenderse de una eventual amenaza externa. Diga usted, Presidente, por favor, ¿quién le concedió tamaño derecho? ¿Cuándo asumió usted la facultad de disponer de la vida y conciencia de todo aquel a quien no convenza su pregón? Y, por Dios, ¿en el nombre de cuál ley, de cuál razón, obliga y sojuzga, a sangre y fuego? Y, ¿en qué miserable rincón de su reino aloja usted nuestro libre albedrío, nuestro derecho a pensar, y decidir? ¿Es que no tenemos más opción que alabar su necedad? No, señor. No está en nuestro ánimo ser sus siervos. Inclinarnos servilmente. Doblar la cerviz. No podemos. No queremos. No nos da la gana.

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Acerca de mí

Periodista. Jefe de Redacción del diario El Impulso, de la ciudad de Barquisimeto, Venezuela